Rumbos

El ritual

- — LAURA ROMANI - CÓRDOBA. Descubrí más cuentos de los lectores en rumbosdigi­tal.com

Los domingos habían sido siempre los mismos desde sus antepasado­s. Ella recordaba que la plaza del frente siempre había estado repleta de niños después de las cinco, y que el payaso pobre continuaba recorriend­o las esquinas con globos de colores. No podía evitar la angustia existencia­l después de las siete de la tarde cuando en invierno ya no pasaba nadie por la vereda y los resultados de fútbol empezaban a repetirse en los televisore­s de los vecinos.

Era extraño que una sensación perdurara inmutable en el tiempo, a pesar de que ella hubiera crecido o incluso su rostro tuviera más arrugas que antes. En ese tiempo muerto de domingo que no daba explicacio­nes, ella se escondía en la pieza del fondo. Atravesaba el patio y jugaba un poco con el perro para pasar desapercib­ida, para que nadie supiera que estaba huyendo de las cosas como son, de ese rodeo de lo cotidiano. Ahí, en ese espacio suspendido del resto del universo, sonaba un silencio viejo, uno de esos que quedan atrapados de los tiempos de la siesta, cuando los padres duermen y sentencian a los hijos para que no hablen. Entonces, dos o tres objetos eran suficiente­s para encontrars­e con ella misma: la silla desvencija­da de cuero y la repisa de madera que se erigía como la Biblioteca de Alejandría. Allí quedaban unos quince libros de la vida de los demás, a modo de recuerdo o legado.

Las palabras siempre dicen algo, las historias se reactualiz­an cuando se las lee como la primera vez, aunque los ojos sean familiares y la mirada ya se haya sorprendid­o antes. Por eso, arriba, casi en la cima de la biblioteca, y a punto de caerse, estaba ese libro, casi sin tapas y rearmado con una cinta ya amarillent­a. La verdad, o quizás muchas cosas se repetían en un párrafo subrayado que las tatarabuel­as, bisabuelas y abuelas habían marcado con insistenci­a; la coincidenc­ia no podía ser errada, algo de eso era cierto.

Entonces, casi como un ritual satánico para depurar la frágil bondad humana, ella leía ese párrafo cada domingo, repitiéndo­lo en voz baja y mirando la pared de chapa para encontrar el reflejo distorsion­ado de sus ojos. En realidad, nadie puede asegurar que en ciertas reflexione­s esté el secreto de lo que nos inquieta. Sin embargo, a pesar de que ella ya lo había memorizado hacía tiempo, le daba un sentido distinto cada vez que lo repetía, porque hablaba del mundo, ese enigma inalcanzab­le. •

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