Rumbos

A (de Archer)

- POR CRISTINA BAJO

Acabo de releer varios libros de Ross MacDonald, y aunque ya he escrito sobre él, decidí refrescar el tema del género policial, que siempre ha contado con muchos lectores, pero que a partir de la Gran Depresión norteameri­cana, se popularizó como “policial negro”.

Sus mejores exponentes: Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Mickey Spillane, Ross Mac Donald, el británico James Hadley Chase y el francés George Simenón. Fue prohibido por Hitler y Mussolini y renació con el triunfo de los Aliados.

Los personajes de estas novelas “no temían al lado malo de las cosas, porque las vivían. La violencia no los perturbaba, estaba en su propia calle”, dice Chandler en El simple ar te de matar, donde mostraba la brutal realidad social, política y delictiva que se impone en su país, donde la moral es el felpudo de los poderosos, y el héroe debe recorrer antros y mansiones para desbaratar las intencione­s de los malos y proteger a los débiles.

Archer, el personaje de Ross MacDonald, es un tipo atractivo, distingue un buen vino y una mujer de valor. Más de una heredera lo mira con buenos ojos, y más de una asesina intenta seducirlo. Es de mediana edad, ex policía, ex marido. Come cualquier cosa y se sostiene a whisky y golpizas. Pasa por cínico, pero es un romántico que quiere enderezar el mundo que le tocó en suerte.

El nombre real de MacDonald, su autor, era Kenneth Millar. Estudió en la Universida­d de Míchigan, fue profesor y sirvió en el Pacífico como oficial de comunicaci­ones; pasó sus últimos años en Santa Bárbara, California, dedicado a escribir novelas que lo volvieron famoso. En 1938 se casó con una joven canadiense, también escritora, cuyos libros policiales se basan en psicopatol­ogías. Se llamaba Margaret Millar.

Su tema recurrente es reiterativ­o,

Los personajes del policial negro no temían al lado malo de las cosas, porque las vivían, la violencia estaba en sus calles.

pero cambiante: el lector sabe en las primeras páginas que ya ha leído ese argumento, pero no puede detenerse.

Ross MacDonald sabía que los pecados tapados y silenciado­s condiciona­ban la existencia de sus personajes, como si el pasado se levantara un día de la tumba y comenzara a urdir venganzas que alcanzarán primero a los más jóvenes, los más vulnerable­s, los más inocentes.

Los ambientes universita­rios, el mundo de los coleccioni­stas y comerciant­es de arte, los antros que la resaca social transita durante la noche, las grandes mansiones, las chozas de los negros con paredes que dejan oír llantos y discusione­s, los yates y los barrios de remolques componen el fresco donde él se mueve. Ross MacDonald abarca todas las clases, todas las etnias que componen la sociedad california­na: muchachos negros ávidos de dinero para vivir la vida que ven disfrutar a su alrededor, chicanos trabajador­es y desilusion­ados del sueño americano, indios sobrevivie­ntes, familias griegas y hebreas que luchan por conservar sus costumbres. Y la pobreza y la desesperan­za en el país de los ricos.

En varios de sus libros, el conflicto va unido a un desastre ecológico: incendios, inundacion­es, deslizamie­ntos de tierras. La bella durmiente, por ejemplo, comienza con un accidente petrolero: no es usual que un autor de policiales se detenga en estos temas, y esa es la diferencia que va de Ross MacDonald a otros buenos escritores de intriga: su mirada universal, profundame­nte psicológic­a y crítica sobre el mundo que nos rodea, irreversib­lemente violento.

Sugerencia­s: 1) Buscar en librerías de usados algunas de sus obras. 2) Paul Newman le prestó el rostro y el físico en algunas películas que aún pueden verse con placer. 3) Vale la pena leer a Margaret Millar.

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