Rumbos

Especies en extinción

Se va perdiendo el trato humano de comprar y vender frente a frente y solo nos queda el estante de supermerca­do.

- POR CRISTINA BAJO

No estoy hablando de los tigres de Bengala ni de los rinoceront­es africanos o los políticos probos. Estoy recordando lo que hoy rara vez veo en la calle: el verdulero sobre ruedas, ya sea en carro o camioneta.

En los últimos años que vivimos en Cabana, solía llegar hasta casa un joven hombre llamado Albornoz. Tenía un camión grande, de caja abierta, con techo de lona que resguardab­a la mercadería. Al costado, colgaba una balanza de dos platillos y cadenas que se regulaba con pesas.

El camión estaba pintado de colores fuertes –verde, colorado, amarillo– con una cenefa de adorno.

Cuando subía la cuesta cercana a nuestra casa, hacía sonar la bocina y mi madre y otras vecinas salían a comprarle. Tenía como ayudante a un chiquillo de quince años, bromista, movedizo y extremadam­ente moreno, que respondía al muy cordobés mote de Puré de Barro. Solía molestar a mi hermano mayor –que era mucho más chico que él– hasta que se dieron una paliza de las que no se olvidan, quedando los dos maltrechos, pero sellando un acuerdo de mutuo respeto.

Albornoz no solo traía verduras y frutas; entre sus funciones también estaba la de informar. Acodado en el guardabarr­os del camión, distraía a sus clientes con los últimos chismes: quién se casaba, quién había muerto, el único caso de bigamia que conocimos, las películas que darían esa semana y rumores sobre el intendente de turno.

Además, solía vender cosas inesperada­s: arrope, dulce de batata en caja, bolsitas de yuyos curativos, peines y alfileres de gancho.

Y cuando papá estaba de viaje, nos traía el paquete que nos enviaban del quiosco de diarios: las revistas de historieta –El Gorrión, Puño Fuerte y Patoruzito–, El Hogar y Mundo Argentino para mamá, El Gráfico y La Chacra para papá...

A poco de casarme, cuando vivía en el bohemio barrio Clínicas, por la época de “El Cordobazo”, me acostumbré a otro muchacho que venía en un carro. Su aspecto y su ropa me recordaban aguafuerte­s de Bacle sobre los vendedores de la Colonia. Lo acompañaba un perro que le advertía con sus ladridos si los chicos querían robarle fruta.

Con el tiempo supe que se llamaba Roque –nombre elegido por su madre para que el santo de los enfermos lo protegiera, pues los anteriores hijos se habían muerto–. Según contaba, el santo no solo lo cuidaba a él, sino también a los hermanos que nacieron después que él.

Había mañanas que venía enfiestado con vino patero que le traía un hermano de su quinta en las afueras. Escondía la botella, recalentad­a al sol, entre las marchitas acelgas. Y cuando creía que nadie lo estaba mirando, le daba un trago.

Años después, me pregunté por qué le seguía comprando: sus verduras solían venir achicharra­das o escarchada­s, según la época del año, aunque siempre me trajo muy buena fruta. E intuyendo en mí a una mujer criada en el campo, me conseguía tunas, los duraznitos “de cuaresma”, mistol, carqueja y manojos de diente de león envueltos en un diario. Un día dejó de venir y nunca supe qué fue de él.

Así, sin que nos demos cuenta, se va perdiendo el trato humano de comprar y vender frente a frente y solo nos queda el estante de un supermerca­do con el que no podemos discutir los precios.

Sugerencia­s: 1) Compremos en el almacén de barrio atendido por un vecino; 2) Detengámon­os en esos carritos con tracción a sangre humana que se estacionan en las esquinas y que suelen vender los frutos de estación a un precio razonable: estaremos ayudando, aunque sea un poco, a quien sale a ganarse la vida por su cuenta y riesgo.

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