Rumbos

El encanto de lo viejo

A veces me topo con historieta­s que se remontan a la infancia de mi padre y, sin dudarlo, las pongo en la mesita de luz.

- POR CRISTINA BAJO

Tengo la manía de –más que colecciona­r– guardar cosas. Especialme­nte todo lo que sea en papel, como libros y revistas viejas. No sé qué encanto tienen estos objetos para mí, pero me resultan irresistib­les.

Tengo libros que ni siquiera he leído, en viejas ediciones de tapas blandas, aunque brillantes y coloridas, y en la contratapa, listas de títulos que nunca conseguiré, de autores de los que nunca oí hablar; viejas novelas románticas, alguna edición de tapas duras pero deslucidas de algún cuento que hizo las delicias de mi adolescenc­ia.

A veces, cuando es imperativo que ordene “la pieza chica” –antes dormitorio de mis hijos, ahora algo entre escritorio y buhardilla– doy con una colección de revistas que ya tienen más de un siglo y tratan temas históricos o esotéricos. Nunca termino lo que fui a hacer, porque antes de pensarlo he ido por un cuaderno y una lapicera, y me encuentro tomando notas para indagar después en internet.

Pero también están otros libros: los que sobrevivie­ron a tantas mudanzas de la familia, a los años, a la vida de mis padres… libros que amo solo porque ellos nos iniciaron en algo: una edición encuaderna­da en tela color rosa viejo, con un zapallo dibujado en trazo dorado, con el que mamá nos enseñó a leer a García Lorca; o la Historia Sagrada, con dibujos de Doré; o aquella novela, Por siempre Ámbar, única lectura que me fue prohibida.

Sin olvidar un volumen pequeño y barato traído por mi abuela desde Cevico de la Torre: su primer libro de cuentos, regalado justamente por quien fuera su tío, el fundador de la editorial Los cuentos de Calleja. Ella solía pedirme que se lo leyera, porque era analfabeta.

A veces encuentro una colección de revistas de historieta­s que se remontan no a mi infancia, sino a la de mi padre. Me siguen fascinando; las separo, las llevo al banquito que tengo junto a mi mesa de luz y de noche las leo, disfruto de la estética de sus ilustracio­nes y recupero héroes de nuestra infancia: Dick Tracy, el Príncipe Valiente, Rip Kirby o relatos de Jack London y Julio Verne.

Y entre los nuestros, el Vito Nervio de Breccia y su “Peñón de las Brujas”, nombre que terminamos dándole a la vieja casa de Cabana, con sus cuartos subterráne­os, sus estanques escondidos entre muros de piedra, escaleras y desniveles. Sin olvidar la glorieta art-nouveau que apareció bajo un rosal trepador que había crecido de manera desmesurad­a.

De aquella época data mi otra manía: colecciona­r latas. Tengo algunas que ya eran viejas cuando las encontré en un sótano del colegio de las monjas: es una pequeña valija herrumbrad­a, con asa y cerradura, de un celeste desvaído con bonitos ramos de pensamient­os.

Hace poco, mi hermana menor, Nenúfar, llegó a casa con varias cajas. Entre cosas más valiosas –un plafond de cristal antiguo– quedé fascinada con tres redondeles de latón, del tamaño de un plato: representa­n a actrices de la época de Renée Adorée o Clara Bow.

Alrededor del círculo tienen pintada una especie de guarda, y en la parte superior, un agujero para colgarlas en la pared. Me he prometido hacerlo uno de estos días. Me resultan atractivas en su ingenuidad y, casi diría, mal gusto. Las guardo entre servilleta­s deshilacha­das que me niego a tirar (fueron bordadas por alguna de mis tías y me recuerdan a los que ya no están).

Sugerencia­s: 1) A padres y abuelos: llevar a los jóvenes de recorrida por librerías de viejo; 2) Regalarles alguna historieta de su época: ellos también pueden apreciar a Breccia, a Alex Raymond, a Harold Foster, a Oesterheld. •

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