Conversaciones sin filtros
“No sé qué le molestó… ¡si le dije la verdad!”, “yo voy de frente… si no se lo aguanta es su problema”. ¿Cuántas veces recurrimos a frases como éstas, sabiendo que hieren, defendiendo nuestra postura, jactándonos de ser valientes porque decimos lo que el otro no quiere oír?
Parece ser que en esta sociedad donde ronda lo artificial y las apariencias, el “ir de frente, sin filtro” nos engaña haciéndonos creer que es una cualidad especial. Sin embargo, ¿cuánto daño le hacemos a los demás por expresar lo que sentimos sin reparos?
Esta “incontinencia en el decir”, tal como lo llama el psicoanalista Néstor Braunstein, desgasta los vínculos y lastima los encuentros, porque si la sinceridad no va de la mano de la prudencia, se convierte en una coartada de la crueldad. La franqueza se transforma en un arma con la cual herimos, responsabilizando al resto de no ser capaces de tolerar las “verdades” que bien les comunicamos.
La cuestión es encontrar el equilibrio para mantener nuestras relaciones con amabilidad y respeto, lo que no significa callar lo que pensamos, pero tampoco desbocarnos sin poder frenar la compulsión a decir (aunque estemos frente a una persona de confianza).
Por eso es tan importante el trabajo que cada uno hace con y sobre sus emociones: la capacidad de identificarlas, elaborarlas y regularlas para luego poder expresarnos de manera gentil, incluso cuando esto implique decir lo doloroso o lo incómodo. Establecer un “filtro” es imprescindible: tiene que ver con mecanismos psicológicos básicos que desarrollamos en la primera infancia. Implica elegir, seleccionar qué vamos a decir, cuándo, de qué manera y a quién. Además, significa no decir algunas cosas, evitar desbordarnos “cantándole todas las verdades” que creemos que el otro tiene que saber. Se trata de cuidar y cuidarnos, de ser adultos, de poder hacernos cargo de lo que sentimos, pensamos y callamos. En otras palabras, implica responsabilizarnos de lo que generamos con nuestras palabras y preguntarnos cómo nos vinculamos con los demás.
Con frecuencia, el desdén por “hablar sin filtros” esconde una realidad que tiene que ver más con uno mismo que con el que escucha. Tiene que ver con nuestra historia… o nuestro presente. ¿Por qué no estamos pudiendo manejar ese impulso de herir con las palabras?, ¿qué situaciones no estamos viendo o aceptando de nuestra vida que pretendemos decírselas al otro, con aire de despecho, resguardándonos bajo el supuesto de “ser sinceros”?
En la medida en que podamos comprender lo que resuena en nosotros, podremos también cultivar vínculos sanos. Porque la sinceridad es más que decir lo que el otro no quiere escuchar… •