Recibir en casa
Aún recuerdo cuando mamá me enseñó a hacer unas masitas saladas con tomillo y trocitos de roquefort para servir con jerez.
Lo he contado otras veces: desde que tengo recuerdos, a mis padres les encantaba recibir visitas, ya fueran familiares –tíos, abuelos y primos– o amigos. Aquella costumbre que disfrutaban los adultos, y quizá más los que éramos niños, dejó en nuestra forma de ser el gusto por brindar hospitalidad.
Esas reuniones tenían su ritual, comenzando un día antes con el lavado y el planchado de manteles y servilletas reservados para la ocasión, y la preparación de platos que era mejor que estuvieran “reposados”, como los guisos; o fríos, como el escabeche de berenjenas o los huevos quimbos para postre.
Me resultaba estimulante la agitación de las mujeres en las horas previas a la llegada de los invitados, mientras unas se atareaban en la cocina, preparando mayonesas caseras o pollos al horno y puré de papas con una pizca de comino, otras chasqueaban el mantel al extenderlo sobre la mesa.
Era una tarea muy delicada repasar la mejor vajilla de mesa y acomodar con mucho cuidado el juego de copas o los botellones tallados, regalos de boda que casi nunca se usaban. Por años, solo a mí me permitían acomodar la cristalería, porque era la mayor y se me tenía por “muy responsable”.
También se usaban paneras especiales, a veces de mimbre o de madera, revestidas en telas bordadas; y si era el aniversario de mis padres, una de plata festoneada.
Mientras vivíamos en Córdoba, las reuniones familiares eran en el office del bonito chalet de barrio General Paz, donde por entonces convivían las nuevas construcciones con casas humildes de residentes antiguos. Me encantaban sus jardines desbordados que invitaban a jugar a las escondidas con mi hermano Eduardo –apenas un año menor que yo–; allí crecían el romero junto a las dalias, el orégano con las violetas, las calas con la salvia.
Si la reunión era en invierno, se encendía la estufa a leña; un modesto lujo por entonces. Ya en las sierras, si el tiempo era bueno, se armaba una mesa en el parque o se disponía una de las galerías rodeadas de plantas.
Pero fue en Cabana donde el recibir se volvió algo más sofisticado. Lejos de la ciudad, para la época, veíamos menos seguido a la familia; la sociabilidad se hacía principalmente en el largo verano de por entonces o en las vacaciones de invierno, con los propietarios que vivían permanentemente allí o aquellos que solo iban para esas fechas.
Para mí, una niña de espíritu novelero, la casa parecía brillar especialmente en esas tardes de té o atardeceres de cocktails –palabra que aprendí de la revista Selecta– en las que mamá se lucía preparando tortas y bizcochuelos del recetario de Doña Petrona o bocaditos salados que sugería El Hogar. De vez en cuando, tomaba algo de Casas y Jardines, una de las publicaciones de arquitectura que recibía mi padre, que tenía unas páginas de jardinería y otras de cocina.
Aún recuerdo cuando mamá me enseñó a hacer unas masitas saladas, con tomillo y trocitos de roquefort, para servir con la manzanilla o el jerez; además de aquel bol de porcelana con riquísimos hongos de coco escabechados que preparaba en verano, si era de lloviznas y no de chaparrones. De postre, no se servían helados –las heladeras no abundaban–, pero los huevos quimbos, el Balcarce y la torta Moca siguen siendo mis preferidos.
En aquellos días, aprendí que cocinar para otros es un cálido, sabroso y especial acto de amor y de amistad.
Sugerencias: 1) Enseñemos a cocinar a nuestros hijos, chicas y varones. No solo es práctico; ayuda a olvidar los malos ratos. •