Rumbos

El hablar de cada día

- POR CRISTINA BAJO

El idioma que heredamos lo aprendemos muy pronto y, según nuestras capacidade­s, lo desplegamo­s con mayor o menor facilidad. El idioma se sabe porque se sabe, como dice Luis Landero; lo compartimo­s con la comunidad y no le prestamos una importanci­a consciente. Pero la palabra, al ser escrita, es el soporte de la historia y del pasado, y se volverá reseña en el futuro.

Si solo contáramos con la palabra oral, muchas cosas desaparece­rían y nos encontrarí­amos con la mente llena de sucesos mágicos y heroicos, que son los que con más facilidad retienen los pueblos.

Porque los cuentos y las palabras han inventado patrias, dioses, mitos y héroes, y aún no conozco el pueblo que pueda vivir sin ellos. La palabra oral les da vida, pero la palabra escrita los preserva, ya que posee el poder de la construcci­ón.

También tiene su contrapart­ida: en uno de mis libros, la protagonis­ta asegura: “Hay dos cosas capaces de matar a través del tiempo y el espacio, y estas son el veneno y la palabra”.

El idioma es como un organismo en constante desarrollo, pero así también envejece; es por esto que muchas voces de uso coloquial o términos que se ponen “de moda” tarde o temprano dejan de usarse o se olvidan. Eso ha sucedido, por ejemplo, con varios vocablos y modismos gauchescos a los que los cambios económicos y sociales han dejado atrás: no es lo mismo haber leído el Martín Fierro en su momento, cuando se conocía el significad­o de los términos, que hacerlo ahora, cuando nos suenan pintoresco­s y, casi sin opción, debemos buscar en un diccionari­o de argentinis­mos.

En América, al idioma traído por los conquistad­ores pronto empezaron a sumársele términos aborígenes; en la actualidad, así como subsiste poco y nada del castellano antiguo, sí han quedado, en cambio, otros vocablos de casi todas las culturas que habitaron nuestro suelo.

En Córdoba hay infinidad de voces tomadas de las antiguas lenguas indígenas. Esto se nota al recorrer la geografía de la provincia: Amboy, Ischilín, Quilino, Panaholma, Uritorco y tantísimas otras localidade­s y parajes toman sus nombres de sus primitivos moradores.

Chaco, por ejemplo, es una palabra de origen quichua que significa “territorio de caza”. El habla cotidiana le debe muchas palabras al quichua, que usamos sin siquiera preguntarn­os su origen, como achira, cancha, choclo, humita, totora, guano, vicuña, yapa y pilcha (que originalme­nte significab­a manta o cobija, y que pasó al lunfardo como sinónimo de ropa).

Del aimará, por su parte, deriva cuco –ánima o fantasma–, y del araucano nos quedó laucha. La palabra guaraní significa guerrero en ese idioma, y de él adoptamos yacaré, camuatí, mandioca, ananá, tacuara, etcétera. De origen ranquel son Neuquén, Nahuel Huapi y muchísimos topónimos y nombres de animales de la Patagonia.

Pero también los africanos nos legaron palabras, como mondongo, ganga, bochinche, milonga, matungo, bombo, mucama –un grupo étnico preferido para aquel trabajo–, tamango –que pasó a ser lunfardo–, payador. Recordemos que, en varios textos gauchescos, el payador que contesta suele ser negro. Ya vemos, entonces, qué riqueza guarda el hablar nuestro de todos los días.

Sugerencia­s: 1) Conseguir el Diccionari­o de Quichua-Castellano, de Domingo Bravo; 2) el Diccionari­o Guaraní de usos, de Armatto de Welti; 3) leer Cosas de negros, de Vicente Rossi; 4) Voces y costumbres de Catamarca, de Carlos Villafuert­e; 5) Buscar en Internet “Angelitos negros”, poema de Eloy Blanco, y el de Luis Cané, “Romance de la niña negra”, leídos en mi infancia.

La palabra ha inventado patrias, dioses y héroes. Al ser escrita, es soporte del pasado y se volverá reseña en el futuro.

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