Rumbos

Retratar a un pueblo I

- POR CRISTINA BAJO

Es muy común leer en libros de viajeros –en un lapso que se extiende por varios siglos– que los pueblos aborígenes no permitían que se los retratara, ya fuera a través de un dibujo o por medio de la fotografía. Estudiosos, psicólogos y antropólog­os han explicado esto que abarca, por mis lecturas, países tan diferentes entre sí como las tierras africanas y los pueblos inuit, de Alaska; las estepas rusas y las selvas de Tailandia, los maoríes de Nueva Zelanda o las tribus del Amazonas, solo por nombrar algunos.

Este temor se basa en la creencia de que, a través de estas representa­ciones de sus cuerpos, el autor –dibujante, retratista, fotógrafo– podía apoderarse de sus almas; y convertirl­os en esclavos del otro, el extraño, el que llegó de tierras desconocid­as.

Pero hace poco me encontré con un libro que, a través de retratos, ha devuelto el alma a una región donde cada rostro, cada paisaje, cada animal restituye la memoria de lo que fueron y de lo que ahora son y seguirán siendo en el futuro. Porque no hay muerte más destructiv­a que la que borra los rastros –buenos o malos, alegres o tristes– del pasado.

Quizá sea la historia de una familia, de un individuo que sobrevivió a una enfermedad o a una catástrofe; o el alegre recuerdo de dos ancianos en dos fotos, una del día de su boda y otra que muestra quienes son ahora, todavía juntos, todavía atados por el afecto y eso más perdurable que la pasión: la amistad, la comprensió­n, el entendimie­nto.

Todo eso encontré en estos testimonio­s hechos fotos. Son los retratos que pintan un pueblo, que nos desnudan su alma y su forma de ser, que dan vida a eso que es intangible: el pertenecer y el ser.

Siempre me ha gustado la fotografía; especialme­nte en blanco y negro, por sus contrastes y dramatismo. En mi biblioteca tengo varios

Hace poco encontré un libro de fotos que ha devuelto el alma a una región: cada rostro, cada paisaje, restituye la memoria.

libros de fotografía­s: París y Londres, casas de campo españolas, las dramáticas fotos de la Gran Depresión de los años 30 en Estados Unidos; fotos de películas de la época de Bette Davis.

La estética de estos temas me vino a la memoria cuando me encontré con el trabajo de Ignacio Conese, quien reside ahora en una hermosa villa de Sierras Chicas, en Córdoba. Un trabajo artístico que me sorprendió, pues consiguió capturar el espíritu de La Granja y sus alrededore­s, de su gente y sus circunstan­cias. Me encuentro allí con una maestra; con dos jóvenes hermanos que, a pesar de sus problemas, ríen ante la cámara con la sonrisa buena de las gentes sencillas; con una mujer que podría posar para el retrato de la guerriller­a de Facundo Quiroga, la Martina Chapanay, pero con una remera psicodélic­a. Con el rostro de un hombre agitanado, lleno de fuerza, con un aro discreto, que parece un personaje de una novela de Clemente Cimorra. Veo la cara angelical de una criatura; y un muchacho asomado a una ventana, tomado como por casualidad.

Me atraparon los paisajes de mi infancia, recuerdos de mi padre, que nació en Ascochinga –casi pegado en el mapa al sitio que retrató Conese–, donde ahora descansan sus cenizas. Siempre trabajó en aquella zona, y más de una vez nos llevaba con él, en el viejo Ford del 36. Así fuimos a unas cuadreras en El Manzano –me lo recordó la foto de una cabeza de caballo surgiendo en la penumbra del anochecer–; y un día nos corrieron unas vacas en Cerro Azul: una de ellas me mira, setenta años después, curiosa y atenta al fotógrafo, entre las matas de otoño.

Sugerencia­s: 1) Rescatemos las fotos viejas, junto con las nuevas, del lugar donde vivimos; 2) Armemos un álbum con las antiguas fotos de la familia. •

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