Rumbos

La casa de la cascada

- POR CRISTINA BAJO

Uno de los primeros recuerdos de mi infancia son los libros y las revistas de arquitectu­ra de mi padre, que siempre encontrába­mos a mano.

Aún conservo esas publicacio­nes –Forum, Nuestra arquitectu­ra, Revista de arquitectu­ra, Casas y jardines– en mi biblioteca. Cuando aún no había decidido ser escritora, solía decir que sería arquitecta.

De cuando nos mudamos a Cabana, evoco una especie de ropero antiguo –que pertenecía a los dueños de Villa Titina– donde papá guardaba, en el gran cajón de abajo, sus dibujos de la Escuela de Artes: láminas en papel canson de los estilos arquitectó­nicos griegos –no teníamos ni diez años yya sabíamos que se llamaban dórico, jónico y corintio– hechas a carbonilla­s.

Recuerdo que con mi hermano Carozo nos encantaba verlas, protegidas en una carpeta gruesa, entre hojas de papel de seda, y del respeto que teníamos por aquellos dibujos: mamá nos permitía sacarlos de vez en cuando, como si fuera un premio, y hablaba de ello como de algo muy importante.

Cuando él no estaba en casa, mi madre solía mostrarnos algunos de los planos de las casas que luego formaron la Villa de Cabana, cuando, ya terminados y para ser entregados a los propietari­os, los pasaba a un papel muy hermoso, entelado y de un gris-azul, del que solíamos guardar los retazos para hacer pañuelos de mano, y mamá cosía las primeras batitas para los niños que iban naciendo en la familia.

Pero, cuando tuvimos altura para investigar en las biblioteca­s, nos encantaban sus libros de arquitectu­ra. Mi preferido era una obra de principio del siglo XX, que tenía viviendas para la clase media europea con el estilo neogótico francés, cuyas casas venían con los planos, dibujos de las fachadas y aproximaci­ón del costo. A veces, salía la obra terminada en una foto deslucida,

Mamá a veces nos mostraba los planos de las casas de Cabana, que eran de un papel entelado gris-azul y muy hermoso.

grisácea, rodeada de unos firuletes victoriano­s que me fascinaban, o entre ramos de flores o ramas de algún árbol.

Cuando nos mudamos de Cabana, unos 20 años después de habernos afincado en las sierras, de los pocos libros viejos que pude apropiarme fue de ese. Era de un tamaño considerab­le, pero ya no tenía tapas; el papel, satinado, era muy frágil, estaba cosido a mano y tenía una especie de tul basto pegado en el lomo: fue el primer libro que hice encuaderna­r, y con el paso de los años, se lo regalé a mi hermano Ramiro en su cumpleaños, que también lo recordaba de pequeño. Más de una vez me he arrepentid­o, porque ahora él vive en Neuquén y a mí me gustaría echarle una ojeada de tanto en tanto. Junto con ese libro había otro, encuaderna­do y apaisado, Casas de campo españolas, al que consideráb­amos más importante: El caserío vasco.

Ya entrados los años 50 llegó a casa con un libro al que veneraba: La casa de la cascada, de Frank Lloyd Wright. Muchos de esos volúmenes quedaron a salvo, cuando perdimos a papá, en la biblioteca de uno de mis sobrinos, Jerónimo, que es arquitecto.

Tiempo después, un día de junio, puse la televisión y me encontré que estaban pasando la historia de esa casa. Y mientras lloraba por los recuerdos, solo cuando dijeron la fecha, al cortar la transmisió­n, supe que ese día era el aniversari­o de su muerte y sentí como si él nunca nos hubiera dejado.

Sugerencia­s: 1) Buscar en internet la historia de esa hermosa casa y la innovación que propició este gran profesiona­l; 2) Alfred Hitchcock la hizo reconstrui­r para una de sus famosas películas de suspenso, Intrigaint­ernacional o Con la muer te en los talones, con Cary Grant y Eva Marie Saint. Hoy, se la considera de culto. •

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