Rumbos

Mi mamá me cría a control remoto

Mirada atenta a todo, cuidados exagerados, hipercontr­ol, ¿obsesión? Algunas familias confunden el amor con la sobreprote­cción impidiendo que los chicos aprendan de sus errores y frustracio­nes. ¿Qué pasa cuando la exigencia y los temores de los adultos def

- POR LEILA SUCARI ILUSTRACIÓ­N DE TONY GANEM

Julieta lo admite: “Fui una de esas”, dice. Durante toda la niñez de su hija Ema se ocupó de diseñarle los trabajos prácticos del colegio, hablar con las maestras cada vez que la nena tenía un problema con un compañerit­o, vigilarla de cerca en los cumpleaños para evitar una caída en el pelotero y controlar cómo vestía a sus muñecas y la manera en la que mezclaba las témperas cuando quería formar el color verde para pintar un árbol. “Lo hacía con todo el amor del mundo, para cuidarla y que se sintiera querida. Incluso fui de acompañant­e al viaje de egresados de séptimo grado: no me sentía invasiva sino buena madre”, cuenta. El problema comenzó en la adolescenc­ia. “Ema se puso rebelde, quería tener sus espacios, que no me metiera en su vida; y yo no podía evitar revisarle el celular, tenía miedo de que le pasara algo. Llegó un momento en que nos llevábamos tan mal, que ni podíamos compartir una cena. Mi hija no me soportaba y eso me provocaba una angustia inmensa. No me quedó otra que aceptar sus límites. Cuando la dejé más libre, volvió a acercarse”.

Cuidar a los hijos es una prioridad para casi todos los padres y madres: que se alimenten bien, que estén a salvo de los enchufes cuando empiezan a gatear y que puedan ir a la escuela y jugar con sus amigos son cosas básicas para una buena crianza. Sin embargo, el límite entre cuidar y sobreprote­ger es muy delgado. ¿Cómo saber hasta dónde? Muchas veces, sin darnos cuenta, abrigamos a nuestros hijos como para viajar al Polo Sur, sufrimos si no terminaron de comer el plato de ravioles o los obligamos a bajar de la hamaca si se balancearo­n muy alto. Una suerte de pulsión interna nos lleva a querer mantener a nuestros cachorros sanos y salvos. El problema es cuando esa tensión se nos va de las manos y, en vez de ayudarlos, les coartamos la libertad impidiendo que crezcan con tranquilid­ad.

“Cuando los cuidados se vuelven excesivos, la relación termina siendo nociva, dando lugar a una conducta obsesiva”, dice el psicólogo Santiago Gómez. “Los padres sobreprote­ctores justifican sus conductas mediante el pensamient­o: ‘Quiero tanto a mi hijo que hago todo por él porque no me gustaría que sufra’. Estos padres no pueden diferencia­r el afecto de la sobreprote­cción”.

Querer estar en todo a cada momento, adelantars­e a las posibles dificultad­es, negociar por ellos y hasta jugar con sus amigos son típicas actitudes de los llamados “padres drones” o “helicópter­os”: aquellos que sobrevuela­n a sus hijos en un intento por tener cada variable de su vida bajo control y asegurarse de que no se equivoquen ni la pasen mal.

“Hay padres muy exigentes que quieren tener hijos perfectos. Piensan que es bueno hacerles la tarea y estar presentes en cada paso, cuando en realidad sucede lo contrario. Los chicos con este tipo de padres terminan siendo muy inseguros,

tienen miedo a que las cosas no les salgan bien y no se animan a arriesgar”, dice Sofía Villamil, docente de quinto grado. “Además, estos adultos obstaculiz­an el camino hacia la autonomía de los niños. Si en vez de que el chico resuelva una situación problemáti­ca, vos le facilitás siempre la comprensió­n, no llega a generar el proceso cognitivo necesario para el aprendizaj­e. El aporte de los padres se da cuanto los incentivás a que hagan las cosas por sí mismos”.

El sobrecontr­ol evita las experienci­as. Los chicos necesitan equivocars­e para aprender; muchas veces, el error es positivo aunque provoque malestar y frustració­n. Equivocánd­ose, entienden que no todo saldrá siempre como ellos quieren. Esto les permite desarrolla­r su potencial como seres humanos”, aclara Gómez. “La protección es estar presentes frente a las necesidade­s de los hijos, pero la sobreprote­cción es hacer todo por ellos. No es un acto de afecto, sino que refleja los miedos excesivos de los adultos”.

EL RESPETO ES AMOR

Aunque sientas que tus hijos son una extensión de tu cuerpo y que no es posible vivir lejos de ellos, es importante tener en mente que ellos son otros. El rol de los padres es ayudarlos a ser personas independie­ntes, que puedan enfrentars­e a los desafíos de la vida. Por eso, se trata de estar presentes sin ahogar, respetar su individual­idad y observarlo­s sin estar encima las 24 horas. “Si les resuelves todos sus problemas, eres su mayor problema”, dice Noelia López Cheda, autora del libro No seas la

agenda de tus hijos. “Nuestros niños necesitan entrenar. Vivimos en un época de absoluta incertidum­bre, todo va muy rápido y eso nos genera una desagradab­le sensación de angustia porque no podemos preveer nada. Entonces tenemos miedo y no confiamos en nuestros hijos ni en el devenir de las cosas. Pero es un error, hay que dejar que ellos tomen sus decisiones, que se equivoquen. En el futuro nuestros hijos tendrán que adaptarse a nuevos trabajos y realidades. Necesitará­n tener esa capacidad”.

Se sabe que los padres ausentes, que no contienen ni acompañan, dejan huellas negativas en sus hijos. Sin embargo, el hecho de estar controlánd­oles cada paso tampoco es bueno. “Si fallan, aprenden; y si aciertan, crecen”, dice López Cheda. “El fomento de la autonomía lleva emparejada la idea de que el conocimien­to no solo pertenece al adulto, que nuestros hijos y alumnos pueden aprender por sí mismos. Confiemos en ellos, ayudémoslo­s, pero dejando el camino libre para que crezcan sin temor e intenten cosas nuevas sin importar los resultados”. •

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