Arquilla de fin de año
A finales de diciembre casi siempre nos sentimos aturdidos, como si el año vivido nos pesara demasiado y quisiéramos pasar la hoja. En mi caso, milagrosamente, el día 1º de enero me siento otra persona, como si hubiera lavado mis culpas, hubiera tomado determinaciones -pocas veces cumplidas- o hubiese cambiado de piel.
Parte de esas preocupaciones son los regalos, los encuentros, el recibir en casa. Todas cosas que me gusta hacer, pero que con más de once meses en la espalda, a veces se me hacen cuesta arriba.
Sin embargo, estas fiestas son una oportunidad única para reafirmar los afectos familiares, reforzar los lazos de amistad, dedicarnos a ayudar a alguien de nuestro entorno que esté abrumado o tenga menos suerte que nosotros, ya en su vida, ya en su parte económica, sin olvidar de contribuir con algunas asociaciones que atienden a enfermos terminales, ancianos o familias sin techo, gente que ha perdido a un ser querido.
Será mi educación en colegio de monjas, el sentido que nuestros padres nos inculcaron de ayudar al otro, la necesidad -que aceptamos, siendo adultos- de comprometernos con lo que sucede a nuestro rededor.
Hace tiempo, cuando una de las más pequeñas de la familia nos veía a mis hermanas y amigas afanándonos en preparar pan dulce casero, canastas con alimentos o cajas con juguetes y libros, se ofreció ayudar, y le dijimos que sí; para ella era un juego, pero en verdad, era un aprendizaje: no estamos solos, pertenecemos a una trama con la que los pueblos anudan sus historias, se sostienen o se desgarran cuando ese hilo no se ajusta con firmeza.
A los adolescentes se les puede hablar de esto, pero no lo tomarán en cuenta si sólo escuchan frases hechas y no les predicamos con el ejemplo. Cumplidos estos preceptos, recuerdo a los chicos de la familia. Tengo una caja muy linda que me hace de “arquilla de curiosidades”: durante el año, guardo allí lo que les regalaré para las fiestas, además del “verdadero” regalo, nuevo, reluciente y de acuerdo con los deseos del destinatario.
¿Qué guardo allí? Cosas que amo, pero que a esta altura de mi vida prefiero que alguien más joven las resguarde, si le atraen: objetos de mi niñez, o que provienen de ferias de barrio, de almacenes de antigüeda- des, librerías de viejo, baratillo de pueblo: una campanita antigua, un devocionario viejo, con un estampita de la Virgen entre sus páginas -bajo la advocación que veneraba mi madre-, una antigua lapicera Parker, como las que usaba papá.
O un libro de algún poeta que deseo de corazón que mis nietos lean: Antonio Machado, Alfonsina Storni, antiguos cantares de gesta.
Sin olvidar las minucias como pequeñas botellas de tinta china, estuches de seda, las lupas y las cajas de latón. Me gusta coleccionar postales y sobres antiguos, anillos victorianos de piedras de vívidos colores, tacitas de porcelana que suelo usar para poner jazmines de mi jardín y luego irán a parar a la caja que a fin de año ofrezco a los niños y jovencitos de la familia.
El pequeño rito de verlos revolver, separar, discutir e intercambiar minucias me llena de alegría, me recuerda a mamá.
Es ese momento mágico -el de abrir la arquilla- el verdadero regalo, no el otro, el de las cosas compradasapedido.
Sugerencias:1) Para estas fiestas, con mis hermanas, solemos intercambiar cosas de familia -fotos de nuestros padres jóvenes, de algún acto de fin de curso donde lucimos un disfraz de zíngara-, lo cual me hace puerilmente feliz, como cuando éramos chicas y nos prestábamos los juguetes. •
El pequeño rito de ver a los chicos de la familia revolver e intercambiar minucias me llena de alegría, me recuerda a mamá.