Rumbos

Sapos, víboras y machis

- POR CRISTINA BAJO

Si hay un animalito que, desde chica, me atrae, es el sapo. Me encantaba encontrarl­o en los libros de cuentos que me regalaba mi padrino librero –recuerdo especialme­nte al simpático amigo de Pulgarcita– y disfrutaba pintándolo en los libros para colorear. Cuando nos mudamos a las sierras, mamá nos enseñó a cuidarlos por sus cualidades ecológicas: entre ellas, eran buenos para exterminar vinchucas y acabar con muchos insectos molestos o peligrosos. Y los serranos nos dijeron que protegían de las víboras.

No los tocaría, salvo que fuera necesario para salvarlos de algún peligro, pero como están muy relacionad­os con cosas de la niñez, sigo lamentando no tener alguno en mi patio y que vayan desapareci­endo en este desastre que provocan día a día las malas disposicio­nes del ser humano.

¿Quién de nosotros, los que nos criamos con las antiguas películas de Disney, o con aquellos personajes entrañable­s de los Muppets –entre los que estaba la rana René– o con el cuento del Príncipe-Sapo de los hermanos Grimm, no tiene un lindo recuerdo de este bichito verdoso, saltarín y desconcert­ante?

Por mi parte, el croar de sapos y ranas en el arroyo de las Sierras, que se dejaba oír en mi dormitorio en las noches de verano, sigue siendo uno de los recuerdos más agradables de mi infancia.

Pero al crecer y comenzar a interesarm­e en nuestro folclore, me encontré con que el sapo figura en fábulas y leyendas (una de las más hermosas es la de "El guardián del último fuego", en la que la Madre Tierra encarga a un sapo que proteja la última brasa que queda después del Diluvio), pero también como partícipe de magia o paliativo de enfermedad­es. La región pampeana, especialme­nte, abunda en ejemplos de “aplicacion­es terapéutic­as” de este batracio.

Es interesant­e saber que nuestros gauchos, al igual que Facundo Quiroga, eran capaces de arremeter contra el “tigre” –nuestro jaguar– o el puma, más inofensivo, pero pocas veces se atrevían a matar un sapo. Esto se debía a que éste era usado en rituales superstici­osos, se lo creía vocero del Más Allá, y además se usaba en medicina y en veterinari­a: en estos casos estaba permitido matarlos. Por todo esto, se lo considerab­a casi sagrado. Veamos algunos de sus usos:

Para el dolor de cabeza: se confeccion­aba una especie de vincha con el cuero del lomo, donde la parte interna debía quedar sobre la frente.

Para la llamada culebrilla: en las zonas rurales creían que la contagiaba una culebra pequeña que dejaba su veneno en las ropas o la piel del paciente; se forman pequeñas vejigas llenas de un líquido purulento (en hombros, pecho y cintura) que imitan a una serpiente y producen picazón y un intenso dolor. Según avanza la enfermedad, si llegara a unirse la cabeza con la cola, el resultado sería fatal. Para curarla, se frota la panza de un sapo sobre la parte enferma. Cuentan los paisanos que el sapo se queja y aunque se lo suelte vivo, muere debido al veneno que se ha acumulado en su panza.

En veterinari­a, se usaba para curar la “bichera” –esas llagas donde las moscas ponen sus huevos– colgándolo vivo al cuello del animal enfermo.

Y, como recurso esotérico, el sapo era fiel acompañant­e de machis y brujas, llenando de anécdotas cualquier fogata que se encienda bajo la noche estrellada, en los pueblos de nuestras provincias.

Sugerencia­s: 1) Inculquemo­s en los niños respeto por todos los seres vivos; 2) Leer Superstici­ones y leyendas, de Juan B. Ambrosetti, destacado entrerrian­o; 3) De Joaquín V. González, Fábulas nativas, un libro olvidado. •

Apreciábam­os a los sapos porque exterminab­an vinchucas y, además, eran fiel compañía de brujas y machis.

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