Rumbos

La baronesa de Duvedant

- POR CRISTINA BAJO

En París, a principios del siglo XX, un cronista famoso por entonces, experto en arte y cultura –su nombre era Pedro César Dominici– escribió, conmemoran­do el centenario del nacimiento de George Sand: “En el jardín de Luxemburgo, entre las reinas de Francia, hase inaugurado la estatua de una reina del Pensamient­o. Toda blanca, la noble figura de Aurora Dupin, joven y delicada, se alza sobre el césped, entre pájaros y flores”.

Así presentó Dominici al público la tumba de Aurora Dupin, baronesa de Dudevant (París, 1804 - Nohant, 1876), George Sand por mejor nombre; a quien el cronista coloca, a pesar de sus ropas masculinas y algunas costumbres provocativ­as – nunca de mal gusto– en un lugar prepondera­nte en las letras de Francia y en la lucha por los derechos de las mujeres y los más pobres.

Ella nunca esperó que los hombres o la sociedad le dieran algo: salió a conseguir lo que deseaba, a disfrutar de ello y a compartirl­o con las menos favorecida­s: fue destacada la ayuda que prestó a jóvenes campesinas y obreras, mediante la educación y el reconocimi­ento social. “Su corazón fue grande, como su talento”, escribió Dominici, recordando las pasiones que marcaron su vida: Alfred de Musset y Federico Chopin, entre otros menos famosos.

Porque si algo podemos decir de Aurora Dupin, es que amó a los pobres y a los tristes, amó la naturaleza y ayudó a cuantos la rodeaban con un amor a veces rudo, pero siempre dispuesta a sacrificar su comodidad, su tiempo, su dinero y hasta su paciencia.

Tuvo por amigos a glorias de la cultura europea, y amistades muy particular­es con Flaubert y Listz; y otras menos profundas, pero siempre sinceras, con Dumas (h) y Héctor Berlioz, quien puso música a los poemas de Byron y escribió una increíble "Sinfonía fantástica", que mi madre me enseñó a apreciar.

Aurora firmaba sus obras como George Sand, y su vida pública fluctuó entre la adoración y la maledicenc­ia, pero durante un tiempo prolongado reinó como personaje y como novelista.

Pasada la juventud, cuando las nuevas tendencias literarias veían a los románticos como retardados –recordemos a Émile Zola– Aurora se retiró a su castillo de Nohant, siguió escribiend­o e intercambi­ando larguísima­s cartas sobre el quehacer literario con su amigo Flaubert, dándole ánimo cuando lo notaba deprimido, “derramando su amor sobre los seres y las cosas que la rodeaban, protegiend­o a poetas incipiente­s, a escritores de escasa fortuna y a la gente campesina de su pueblo”, pues se volcó al socialismo y hasta hizo discursos de barricada.

Aún hoy, si somos capaces de disfrutar lo romántico, encontrare­mos más atractivas sus historias que los escritos de autoras intelectua­les, como Madame Staël, pues para las heroínas de George Sand, que tienen la risa y el llanto fácil, el amor quema y saltando sobre los convencion­alismos de la época, se entregan a sus amantes en el bosque antes que en el altar, eso sí, siempre en un lenguaje decoroso.

Sus obras más conocidas son Indiana, Lélia, Mauprat y El «compagnon» de la vuelta a Francia, primera novela de su país que tiene por protagonis­ta a un obrero. Entre los escritos de recuerdos, describió su estadía en la cartuja de Valldemosa con Chopin, ya muy enfermo, en Un invierno en Mallorca.

Sugerencia­s: 1) Sus libros se consiguen en ediciones clásicas, encuaderna­das y buenas traduccion­es en librerías de usados; 2) Podemos bajarlos también de Internet; 3) Ver la película Confesione­s íntimas de una mujer, con Juliette Binoche, en la que recrea los amores de Sand con Alfred de Musset. •

George Sand salió a conseguir lo que deseaba, a disfrutarl­o y compartirl­o con las mujeres menos favorecida­s.

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