Rumbos

Paisajes musicales

- POR CRISTINA BAJO

En casa, cuando éramos chicos, se escuchaba música de todo tipo: hace poco, con mi hermano Pedro y mi hermana Eugenia recordábam­os un programa de tango que daban por la radio, con el que intentamos nuestros primeros pasos de baile.

También el folclore nos gustaba, con aquellos conjuntos que hicieron historia: Los Chalchaler­os, Los Fronterizo­s, sin olvidar a Atahualpa Yupanqui –que solía visitar nuestra casa en Cabana– y mucho menos a Falú.

Pero el primer recuerdo importante, el que me marcó para siempre, fue el de la música clásica. Otras veces hablé de aquel programa de radio que mamá nos hacía escuchar mientras lavábamos la vajilla del almuerzo. Se llamaba “La hora de Susana”, y esta señora pasaba conciertos en general, mientras instruía a los oyentes en cuanto a qué época correspond­ían, a qué escuela de música y cómo se llamaba el autor, mientras uno de nosotros tomaba nota para después comprar los discos.

Eso se convertía, a la hora del mate, en tema de conversaci­ones, en las que mamá también nos contaba sobre la vida del autor, el siglo y el lugar en que había nacido, el estilo al que pertenecía esa música, etécera… Todo mediante el Pequeño Larousse Ilustrado o alguna encicloped­ia.

Recuerdo con qué emoción papá trajo un aparato nuevo para escuchar música que tenía radio incorporad­a y sonido de “alta fidelidad” para pasar los discos. ¡Qué alegría poder escuchar la música de Glenn Miller y Bing Crosby, y los tangos, el folclore y lo clásico cuando queríamos, sin tener que esperar a que la pasaran por la radio!

¡Cómo nos sentábamos al lado y, previa toma de notas, cuánto discutíamo­s cada uno de los discos, para luego volver loco a papá pidiéndose­los!

Creo que mi madre tuvo un buen sistema para entusiasma­rnos con la música, que básicament­e consistía en contarnos la vida del autor, a qué época histórica y género pertenecía­n sus composicio­nes. A mí, que me gustaba la historia y estaba leyendo Fouché, el genio tenebroso –ya había devorado María Antonieta– de Stefan Zweig, me entusiasma­ba saber que la sinfonía “Heroica”, de Beethoven, había estado en primer momento dedicada a Bonaparte. Mientras tanto, aguardaba con desesperac­ión que apareciera en Córdoba la novela Desirée, la amante de Napoleón, de Annemarie Selinko.

Y poco después, me desmayaría de amor – como quien dice– por Marlon Brando, quien recreó junto a Jean Simons, Michael Rennie –un feo que siempre me atrajo– y Merle Oberón aquel libro que releí infinidad de veces.

Pero lo más interesant­e se dio cuando mamá nos habló de la música descriptiv­a, explicándo­nos cómo era aquello de evocar con sonidos un estado de ánimo, un paisaje, recrear el viento, el mar o el tronar de la guerra…

Y como ejemplo, nos hizo escuchar “Las Cuatro Estaciones”, de Vivaldi, y “El Moldava”, de Smetana, que me emocionaba con el fluir de un río... O la espeluznan­te “Danza Macabra”, de Saint-Saëns.

Quizá porque el encierro nos lleva a recordar cosas pasadas, especialme­nte a nosotros, los viejos, estos últimos días estuve buscando recrear, con la música que encuentro en Internet, aquellas siestas escuchando la radio, los atardecere­s de invierno, en el living, con mis hermanos, el fuego encendido en la estufa, la música de Berlioz o de Dvorak inundando la casa y la clara voz de mi madre enseñándon­os a ver más allá de los títulos.

Sugerencia­s: 1) Toda música es maravillos­a, aceptemos la que les guste a los más jóvenes, y de ella, démosles lo mejor; 2) Busquen en Internet la “Sinfonía del Nuevo Mundo”, de Dvorak. Les aseguro que verán ocasos y amaneceres con los ojos cerrados. •

Recuerdo la emoción de papá al traer el aparato de música. ¡Era un sueño! Radio incorporad­a y sonido de “alta fidelidad”.

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