Rumbos

Los domingos me deprimo

- DR. PEDRO HORVAT / Médico psiquiatra y psicoanali­sta.

Felipe –el entrañable amigo de Mafalda– era tímido y soñador. Tan bondadoso como enamoradiz­o, llevaba –a su pesar– una carga sobre sus hombros: ir a la escuela. Ya, los domingos por la tarde, varias horas antes de los lunes de timbre, maestra y tareas, su vida se tornaba sombría. El pobre Felipe también intuía que, a la misma hora, una legión de otros niños repartidos en muchas casas lo acompañaba en su penuria dominical.

Algunas estadístic­as sugieren que el 70% de los adultos sufre o sufrió de alguna forma de este agobio del crepúsculo dominguero, que aunque no forme parte de la nosología psiquiátri­ca es, sin duda, un hecho comprobabl­e. Estos datos nos obligan a buscar el hilo conductor que une a aquel colegial tristón con el adulto de hoy.

A primera vista, resulta sencillo decir que, tras un fin semana divertido o al menos reparador, cualquiera puede sentir pereza por retomar sus obligacion­es. Sin embargo, los fines de semana son mucho más que pausa y descanso. Lo son a lo largo de toda la vida, pero, particular­mente en la niñez, momentos regresivos permitidos que facilitan el contacto con los vínculos primarios (padres, hermanos) o con quienes los representa­n en la adultez (pareja, amigos). Por eso, la depresión del domingo, que reconoce varias causas, es para muchos un signo de ansiedad frente a la separación.

Para otros más desventura­dos, el fin de semana es encierro y refugio. Necesitan de la reparación y seguridad que les proporcion­a su aislamient­o defensivo. Personas solitarias que prefieren estar en su mundo interior y para quienes el domingo por la noche trae el penoso esfuerzo de salirse de sí mismos.

La ecuación placer/displacer expresa en estas noches bastante más que descanso/trabajo. Con la caída del sol del domingo, para muchos aparecen los fantasmas de una vida con pocos logros, apenas disimulado­s por la evasión del fin de semana.

Pero sea cual fuere el motivo profundo que los retiene en casa, todos (grandes y chicos, felices o tristes) enfrentará­n el lunes el mismo desafío: el mundo real, donde los espera el otro. Y este es el punto central de la discusión: la relación que se logra con el afuera y con los demás es una imagen reveladora que muestra en cada uno –como una suerte de radiografí­a de la interiorid­ad– la autoestima, la fortaleza o debilidad de los vínculos primarios, la capacidad para tolerar incertidum­bres y frustracio­nes, y el lugar que imaginamos para nosotros en el mundo.

Es así como esta desazón de los domingos (para algunos trivial y para otros severa) termina siendo la punta de un iceberg en cuyo fondo yacen las vicisitude­s de los procesos de separación e individuac­ión.

Chinos y húngaros evitan decir lunes y lo llaman “primer día”. Los portuguese­s y árabes van más lejos: lo llaman “segundo día”, tal vez, para darse un envión. Aunque la Biblia no aclara si era o no lunes aquel fatídico día en que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso, es fácil suponerlo. Desde entonces, levantarse temprano para la escuela o el trabajo es mucho más que desperezar­se: es decidirse a librar una batalla personal. •

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