El cerrado club de la hipotenusa
casi todo el pizarrón verde.
Se suponía que cada una tenía una incógnita, no que todo lo era ni que yo debía estar de incógnito para transitar mejor esa circunstancia.
Cuando vi los signos que trazaba, traté de mirar de reojo a mis compañeros para detectar en ellos alguna señal de preocupación que nos equiparara, pero estaban todos (economistas, ingenieros, licenciados en Administración) muy relajados.
Cuando la profesora terminó y se dio vuelta, lo que yo veía al frente era simplemente un dibujo, pero parecía que el resto “leía” algo. De inmediato, me arrepentí de haberme sentado en la primera fila y comencé a moverme, incómoda, en el banco.
No entendí absolutamente nada en todas las clases que duró ese primer curso. Nada. No reconocía en los contenidos que se dictaban aunque fuera algo de lo que había visto en el colegio. Sentí en mí la desesperación del que es extranjero en una tierra hostil que no le da la bienvenida y ni siquiera advierte su presencia.
Acudí a las socias naturales en estos casos: las librerías y las bibliotecas. Y, confiada en los progresos paulatinos, me compré primero un manual muy gordo, que comencé a leer un sábado por la noche. Sí: un sábado por la noche. El primero de los muchos sábados por la noche que destiné a luchar en lo que ya era para mí una cuestión de honor.
Para peor, fue la época en que en la ciudad donde vivía el aire se llenó de ceniza por una mala combinación de quema de pastizales y orientación del viento. Leer el manual y tener dificultades para respirar eran circunstancias igualmente asfixiantes para mí.
El día en que se tomaba examen decidí presentarme, pero no hacerlo. Tenía la ingenua esperanza de que estar allí contribuiría a volverme más permeable a ese tipo de contenidos, pero lo único que logré fue irme con esa sensación indescriptible de derrota que siente el que no se animó a dar batalla. un libro antes de que comenzara, para, aunque más no fuera, familiarizarme con algunos términos y hasta con el uso de las letras griegas que, de bellas, se habían convertido en amenazantes.
Aun así, las dos primeras clases fueron igualmente herméticas, con el agravante de que la profesora, que ya sabía quién era yo –y, por cierto, era muy simpática–, me hizo sentir muy avergonzada en un par de oportunidades.
Nunca sabré si lo hizo a propósito, pero lo cierto es que ella explicaba muy despacio –y me miraba especialmente– cuando desarrollaba temas que hasta para mí eran sencillos, mientras que abordaba muy rápido los que a todas luces eran más complicados.
Sin embargo, algo extraño ocurrió: a la tercera clase, yo comencé a entender. Como si hubiera entrado en sintonía, como si hubiera asumido esos símbolos como lo que eran: convenciones, nada tan raro. A partir de ahí, hasta pude extraer conclusiones.
Cuando se tomó examen, obtuve un 8. Pedí la evaluación y me la dieron por un día como excepción: era para mostrarla en mi lugar de trabajo, a mis compañeros y amigos y hasta a mis jefes.
Sentía que merecía no una, sino tantas felicitaciones como pudiera cosechar. Además –y fiel a mi costumbre– pedí a la docente referencias de cursos para profundizar en lo que había aprendido, aunque cuando le escribí me presenté como “Alejandra, la que parecía aturdida por un campanazo de Gauss” (en alusión a la “campana de Gauss”, uno de los temas que había desarrollado).