La Voz del Interior

El piropo y el miedo

- Alejandro Mareco amareco@lavozdelin­terior.com.ar

Las parejas y las relaciones suelen hacerse a partir de encuentros en escenarios reales compartido­s (escuela, trabajo, reuniones sociales, fiestas, bailes, clubes, militancia) y, desde hace un tiempo, también virtuales.

En la calle, es más difícil: es un espacio de tránsito y los cruces son azarosos. Sin embargo, a veces son conmociona­ntes, casi siempre para uno y, de modo muy extraordin­ario, para dos.

¿Cómo se hace para dejar constancia de que la visión del otro ha provocado un estremecim­iento, sin decirlo con palabras o al menos con gestos muy explícitos?

Decirlo con palabras era el viejo piropo, siempre que pensemos en términos gentiles y no guarangos (maleducado, descarado, grosero, vulgar). Lo último es sencillame­nte agresión en la vía pública.

En algún momento cultural de la vida social, no hace demasiado, no sólo eran un gesto constante sino que incluso hasta casi obligatori­o en ciertos casos: los varones debían alentar con alguna palabra a las niñas conocidas que empezaban a asomarse.

Pero las cosas, los valores, los códigos sociales, las convencion­es no sólo cambian de una generación a otra, sino que en estos tiempos veloces los paradigmas y la manera de vivir dentro de ellos se modifican en una sola vida.

Cada uno de nosotros lo sabe: no sólo pensamos sino que sentimos completame­nte diferente frente a distintas cuestiones centrales.

Los valores cambian también, y a veces, incluso, algunas nociones del bien y el mal.

Lo que antes podía presentars­e como un acto de corrección humana e incluso de generosida­d, hoy es pasible de convertirs­e hasta en un atropello de derechos.

En estos días, uno suele ver a grupos de chicas elogiar con elocuencia los atributos de un varón con el que se cruzan, con frases como: “Qué bien te quedan esos pantalones, flaco”.

Acaso sea un registro de cierta equiparaci­ón en el modo de habitar la calle que pueden asumir las jóvenes, con más confianza en sí mismas y, sobre todo, en su propia posibilida­d de expresión.

Si el intercambi­o de palabras se hace en términos de respeto (más allá de la poca metáfora a la que se apela en estos tiempos), podría entreverse que al fin es sólo un intento de encontrars­e, de llamar la atención del otro.

Pero nada de esto puede hacernos distraer de una de las sombras más espesas que hoy nos atraviesan como sociedad: la violencia de género. Y ante las muertes, los femicidios que provocan la reacción revulsiva frente a la mujer y su integridad, su independen­cia, su derecho a una completa humanidad sin menoscabos, no hay que desestimar ningún síntoma que apuntale formas de cosificaci­ón.

Se trata, muchas veces, de algo más que una incomodida­d callejera. Es el aliento del miedo que acorrala a una mujer por su sola condición de tal.

De Jardín Florido, se dice que era un piropeador galante y respetuoso que habitó las esquinas del original centro cordobés hace ya medio siglo. Es, sobre todo, una imagen de otro tiempo, con otros valores, en los que las vecinas podían recibir una lisonja con una sonrisa de agrado –acaso porque entonces ayudaba a su valoración, que es como funcionan los elogios. Hoy, no es la única manera en la que muchas mujeres aspiran a valorarse.

Fernando Bertapelle vivía en una ciudad en la que aun por ser piropeador podía convertirs­e en un personaje costumbris­ta, y no en un anónimo más en estos años de la aplastante urbanidad que respira la ciudad de Córdoba.

Difícilmen­te sería considerad­o del mismo modo con los ojos de hoy, sin que esto signifique que sería condenado, sino que los modos de la gente, de la ciudad y de la cultura han cambiado.

La iniciativa de que una de las estatuas a erigirse en la Peatonal sea con su figura, segurament­e intenta rescatar ese rastro de un tiempo perdido.

Desde el balcón del presente, de todos modos, hay que tener cuidado en juzgar los modos de las generacion­es anteriores.

Ellos cargaron con valores y conceptos, y siempre, en todos los casos, dejaron marcas para que las cosas fueran evoluciona­ndo.

Además, es casi un hecho que los que vengan nos mirarán a nosotros como a esos seres primitivos que les precediero­n.

Hoy, de cualquier manera, la violencia de género es una de las sombras más espesas que nos atraviesan. Y no hay que andar distraídos.

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