Larga vida a Kenia Closterfild
Alcé a Kenia y salí corriendo. Era nueva en el vecindario, pero recordaba haber visto una veterinaria a dos cuadras. El tráfico era terrible: bocinazos, ruido de colectivos, frenadas. Mi gata lloraba; ella estaba acostumbrada al silencio de nuestra casa anterior. Se me partía el corazón.
Cuando llegamos, nos atendió Jorge, un tipo amable que se tomaba su tiempo para acomodar el consultorio. Le expliqué lo que había sucedido. Él me miró a los ojos y me aseguró:
–Lo va a volver a hacer. Los gatos no aprenden nada.
Revisó a Kenia y me dijo que había tenido mucha suerte, porque estaba muy bien. Le puso un par de inyecciones y me dio el teléfono de un veterinario que hacía ecografías a domicilio.
–Para descartar hemorragias internas, ¿viste?
Volví a casa con Kenia en brazos. No me sentía tranquila con la atención, pero qué más podía hacer.
Cuando entré en el edificio, había un muchacho de Epec trabajando; apenas me vio, me dijo: “Uy, esa gatita casi me cae en la cabeza”.
Subí, llamé al ecografista, le conté el caso y le pedí que fuera cuanto antes. Me dijo que en dos horas estaría con nosotras.
Fueron dos horas largas. Cada tanto acariciaba a Kenia y le pedía que se pusiera bien. Ella caminaba con dificultad y temblaba.
A la hora acordada, llegó el veterinario. Sacó el aparato de una valija, hizo el estudio, comprobó que todo estaba bien, me cobró y se fue. En ese momento, sentí un gran alivio: Kenia estaba a salvo. “Se fue la segunda”, pensé. sin venda alguna. En una oportunidad, lloró tanto, pero tanto, que se le inflamó la cabeza.
Otra corrida a la veterinaria. ¿Qué le había pasado? Por el paladar fisurado, se le había metido aire que se había alojado en la piel. Una verdadera cosa e’Mandinga.
Bueno, la situación se ponía de a ratos peliaguda, de a ratos esperanzadora. Lo cierto es que los buenos amigos y los veterinarios de confianza nos ayudaron a pasar el mal trago.
La conclusión es una: sólo el tiempo cura a los gatos. Ellos enseñan paciencia y salen a flote. Se fue la tercera.