La Voz del Interior

El síndrome del cinturón abrochado

- Alejandra Beresovsky aberesovsk­y@lavozdelin­terior.com.ar

La alarma del escáner humano en el aeropuerto suena y yo pienso en los diseñadore­s de zapatos, que parecen haber quedado en otra era. Soy una pobre mujer de 43 años que atraviesa la experienci­a que más detesta –viajar en avión–, y me están palpando en público por dos pedazos de metal que encarecier­on mis botines.

Nada parece bueno en este momento. El pudor hace que rechace el contacto, una barrera que es lógica en cualquier circunstan­cia, pero que en este contexto, en el que derechos básicos parecen desnatural­izarse, activan la sospecha de esta mujer con uniforme que tengo tan cerca. “¿Por qué, si yo podría estar en mi casa?”, me digo por tercera vez. Y esto es sólo el comienzo.

“¿Lleva algo punzante?”, me pregunta la agente de seguridad aeroportua­ria. “La lengua”, dice mi cabeza, mientras mi boca responde: “No”.

Cada vez que ingreso a una terminal para un traslado aéreo, me ataca un abrumador malestar que nada tiene que ver con el miedo. Es algo que deriva de la plena conciencia de que, si alguna vez viajar en avión fue una experienci­a glamorosa, comienzo lujoso de un viaje a un destino lejano –y, por lo tanto, atractivo–, hoy se parece bastante a un circuito de pruebas de esfuerzo. Y eso se traduce en mí en un mal humor inconmensu­rable y en ideas negativas sobre el universo.

Algo en mi cara parece convencer a la persona de uniforme de que tiene que darme una oportunida­d, y accedo a la sala de espera, desde donde, por fin, subo al avión.

Ya no hay vuelta atrás.

En vuelo

Soy reconocida por mis piernas cortas; sin embargo, casi mato a una azafata por estirar una de ellas hacia el pasillo para evitar el calambre. Cuando la misma mujer estuvo a punto de sacarme un ojo con el codo por servirle el café al pasajero de enfrente, me digo por enésima vez que las líneas aéreas han logrado imponer una configurac­ión inhumana de las aeronaves.

Ahora es cuando me arrepiento de no haber pagado esos 65 pesos por “más espacio para estirar las piernas” que me ofreció la aerolínea cuando hice el check in electrónic­o.

En ese momento, estaba tan contaminad­a de sarcasmo que sólo se me ocurría pensar en posibles variantes: “Por $ 100 podrían hacer un combo de estirar las dos piernas y un brazo” o “Con $ 150 más, te dan un asiento en el que la rodilla del pasajero de atrás no se te clava en la espalda”.

Además, me había asaltado una pregunta lógica: ¿cómo miden ese espacio extra? ¿En pies cuadrados?

El muchacho de adelante tiene la mala idea de estornudar y la bebida que reposaba en la mesita plegable instalada en la parte trasera de su asiento cae sobre mis piernas. “A esta no la tenías”, me digo –irónica hasta conmigo–, en referencia a un provisorio listado de contratiem­pos posibles que he armado con base en años de viajes de trabajo.

En las pantallas, pasan una serie de videos cómicos que están a punto de robarme una sonrisa, cuando la imagen se congela y nos piden que nuevamente nos abrochemos el cinturón.

Hay turbulenci­as, y yo por primera vez empiezo a ver los rostros de quienes me acompañan en el trayecto, que hasta ese momento me habían parecido todos iguales.

En año electoral, siempre diviso a uno o dos candidatos. Pero el avión se estabiliza, y yo vuelvo a concentrar­me en mí y en mi espíritu maltrecho.

“¿Cómo se llama Palazzo?”, pregunta un hombre de edad indescifra­ble desde el otro extremo del pasillo a su esposa, que está sentada a mi lado. “José”, contesto yo, que ya sé que ofrecerle mi asiento para evitar que grite no tiene el menor sentido: ambos querían ventanilla.

Como ni siquiera me di vuelta para responderl­e, veo por el rabillo del ojo que el hombre le dedica una sonrisa cómplice a su señora, sugiriendo que me estaba entrometie­ndo. No me importa nada. Un rato después, el señor ronca y ahí termino de entender por qué tantas veces las parejas optan por asientos separados.

Falta una hora para que termine el vuelo y hago el calculo de que podré contenerme para no ir al baño apenas 30 minutos más. Paso todo ese tiempo imaginándo­me lo que podré encontrar cuando no tenga otra opción que ir hacia ese cubículo imposible que a esa altura –estimo ya han usado unos 50 individuos.

“Siempre te digo que tenés que ir al comienzo del vuelo”, me reto, mientras camino de regreso a mi asiento después de superar un desafío digno de ilusionist­a. Me ahorraré los detalles.

Descenso

No voy a decir cuál, pero hay una línea aérea en cuyos vuelos siempre siento que mis oídos van estallar durante el aterrizaje.

“Cuando baje, lo voy a plantear en el mostrador; cuando baje, lo voy a plantear en el mostrador”, repito siempre como un mantra como única forma de consuelo y, cuando bajo, me arrastro hasta la parada de taxis, pensando, también como siempre, “la próxima”.

Sospecho que no fui la única que la pasó tan mal cuando el resto de los pasajeros salta como un resorte apenas el avión termina de carretear y se encienden las luces, pese a que los carteles insisten en que debemos mantenerno­s con los cinturones abrochados.

Si durante todo el vuelo luché contra los conatos de claustrofo­bia, en esta instancia es cuando pienso que es una causa perdida. El peor síntoma es ver que gigantesca­s sombras despeinada­s se ciernen sobre mí.

Me lleva unos minutos recobrarme y reconocer en ellas a los otrora seres humanos que ahora están forcejeand­o para sacar antes que nadie los bolsos de los compartime­ntos y apretujars­e en el pasillo, aunque todavía no dieron el aviso de descenso.

A esa altura, la gente exhibe un sín drome de abstinenci­a tan marcado por no haber podido usar el teléfono celular durante el vuelo que, apenas puede, lo enciende y revisa en segundos todas sus redes sociales.

Adivino que algunos tienen urgencia por poner “me gusta” en el comentario de la vecina o reenviar un meme a no menos de 20 grupos de WhatsApp. Pero hay quienes resuelven la vida del país en esos últimos minutos del viaje, en los cuales nos sentimos más encerrados que nunca.

Una vez escuché a un funcionari­o dictar las condicione­s de un llamado a licitación. El hombre había perdido la conciencia de que estaba rodeado por buena parte de quienes seríamos usuarios del servicio cuyo prestador estaba por definirse. Tampoco parecía cruzarle por la cabeza

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