La Voz del Interior

Un buzo Juliana Rodríguez

- Juliana Rodríguez jrodriguez@lavozdelin­terior.com.ar

Los que fueron a la escuela en la década de 1980 recordarán aquella boligoma que venía en un tubo alargado, transparen­te, que adentro tenía la figura de un hombrecito. Lo mejor era mover el envase y ver, hipnotizad­os, cómo ese buzo de plástico (también venía un modelo con un delfín) se desplazaba de un lado a otro, por efecto de la gravedad, flotando en ese espeso almíbar para pegar papel glacé.

Así me siento hace meses. Camino, me agacho, me acuesto y me levanto e imagino que ese silencioso buzo, lento y pesado, se abre paso entre el líquido.

Hay temas de los que uno preferiría no escribir. Porque son demasiado privados (¿hay algo más íntimo que lo que te sucede dentro del cuerpo?) o porque, en última instancia, a nadie le va a interesar leerlos. Pero cuando ese tema es el único que te atraviesa, cuando “el tema” es un cataclismo de acción mutante sobre el cuerpo que creías conocer, cuando te sentís como la chica de Stranger Things mirando desconcert­ada a tu alrededor en la negrura de una dimensión desconocid­a, ¿cómo escribir de otra cosa?

Teniente Ripley

Un día el buzo empezó a moverse de manera independie­nte, como si golpeara una pared con los puños, varias veces, con la inquietud de quien golpea la puerta del baño de un restaurant­e cuando está apurado. Grité, sola en mi casa, y no pude quitarme la expresión de Ellen Ripley cuando descubre que el alien se hospeda en su interior.

Después me tranquilic­é, me alegré. Pero horas después. Antes, sólo pude pensar, entre el pavor y la extrañeza, que albergaba un ser flotador no identifica­do y que se movía con voluntad propia.

Los que dicen que el embarazo es el estado más natural del mundo mienten. Es sobrenatur­al. Es una condensaci­ón de ciencia ficción, épica y aventuras fantástica­s, con el propio cuerpo como territorio. Y no sólo porque es inevitable evocar a la teniente Ripley.

El abdomen se infla como el del tío de Harry Potter, los pies crecen como los de un hobbit, el estómago se tensa como el del señor de El vengador del futuro, la piel pica y se estira como la de Gizmo antes de que le broten las crisálidas que se convertirá­n en los futuros Gremlins.

Lo más difícil es atravesar todas esas situacione­s sin poder beber para olvidarlas, o para brindar por ellas. Muchas veces me pregunté por qué las embarazada­s salen menos de noche. Las acusé de aburridas, de dejar de ser las mujeres que eran para envolverse hacia adentro.

Ahora sé la verdad: ellas saben (sabemos) que ciertas cosas del mundo son la mitad de interesant­es sin una pátina fina de alcohol. Ni los demás ni nosotros somos tan divertidos como creemos, ni los eventos son estimulant­es y pocas cosas conservan su sentido. Lo dice mejor la protagonis­ta del libro

Acá todavía, de la escritora Romina Paula, cuando se entera de que está embarazada: “Me pregunto qué haré ahora con toda esta lucidez, la de la vida sin alcohol, o casi sin. Más de una década atontándol­o todo con alcohol y ahora esto, la lucidez. Conocer y conversar en lucidez, la droga más estridente de todas”. Rosa o celeste El mundo de los libros para embarazada­s se divide en dos. De un lado de las librerías, los que parecen dedicados a niños y no a adultos que están por tener niños, que rezuman brillantin­a hasta hacerte estornudar y que le dicen a la “futura mamá” qué tiene y qué no tiene que hacer, con un lenguaje de manual for dummies, como si con cada cambio hormonal se redujera el campo neuronal.

Lo que no todos dicen es que en el mismo instante en que tus hormonas están trabajando 24/7 para fabricar una persona, en paralelo pueden perder todo pudor para decirle a la humanidad lo que piensan de ciertas cosas.

Por ejemplo, a la señora desconocid­a que cree que tu panza, por el solo hecho de haber crecido, comienza a formar parte del espacio público y la toca de manera circular sin pedir permiso, en la cola del supermerca­do, como si fuera propiedad de todos. Devolverle el gesto suele ser efectivo para alejarla. Hacerle imposición de manos a un extraño en una góndola suele caer mal a quien segundos antes hizo exactament­e lo mismo.

En el otro estante de las librerías, el efecto colateral de los libros para mamis dummies ha sido una pila de publicacio­nes humorístic­as, una especie de comando anticursil­ería que, para no caer en el lugar común, va derecho a los juegos escatológi­cos, a los pesares, a las quejas y al lamento que resuena en páginas muy divertidas, pero con miradas parciales.

Una cosa es cierta cuando transitás estos meses, entre las mutaciones físicas y los miles de consejos sobre qué tenés que hacer en el futuro: no podés dejar de pensar que ninguna mujer debería verse obligada a continuar con semejante proyecto si no quiere.

Por suerte, hay otras cosas para leer. Textos que no subestiman el estado, que tampoco lo adornan de rosa-celeste (como si en el mundo se hubieran acabado todos los demás colores).

La cronista peruana Gabriela Wiener, por ejemplo, escribió hace varios años 9 lunas, un viaje honesto y descarnado por su propia experienci­a de embarazada. Lo que más se disfruta de leerlo es, justamente, la humanidad con la que se refiere al mandato de tener hijos; al contra-mandato de no tenerlos; a la presión para “cumplir con las expectativ­as de la maternidad” y, a la vez, a la de “no caer en el estereotip­o de la embarazada”. Complejo, sinuoso y difícil el camino.

Bebés y gatitos

Ahora me muevo por ese camino sinuoso como si acabara de bajarme de un barco, caminando con un bamboleo torpe. Ya no grito como la chica de Psicosis cada vez que el bebé se mueve, ni sueño con alienígena­s de uñas largas que están tratando de romper una cáscara de huevo desde adentro.

Cuando se mueve, me recuerda a cómo tiemblan los vidrios de un edificio cuando pasa un camión por la calle. Y aunque a mi alrededor reine el caos o pasen cosas terribles, nada de eso me importa demasiado; transito los días como quien guarda un secreto prometedor y feliz.

Otras veces me paraliza el miedo; quiero pedir minuto, como en un partido de básquet. Imagino que soy “el Chapo” Guzmán en la mitad del túnel, a esa altura en la que ya no se puede volver atrás y no queda más alternativ­a que seguir caminando, aunque me dan ganas de apretar la tecla “pause” y quedarme un rato quieta, sin que el tiempo avance.

A los que nunca pensamos en tener hijos ni lo planeamos de jóvenes, nos sucede una cosa. Sentimos que, ahora sí, el tiempo empieza a correr. Detuvimos un reloj en cierto momento de la década de 2000 y sus agujas ahora giran enloquecid­as, imantadas, a la velocidad de la luz.

Cuando le conté a una de mis amigas la novedad, su reacción fue la misma expresión de preocupada que hubiera hecho si se lo hubiera contado a nuestros 17 años. Y me dijo, como si aún fuéramos esas chicas que se ataban el buzo a la cintura para ir a la secundaria: “¿Por qué te apuraste? Si nos quedaban todavía un par de años más”.

A los que no planeamos tener hijos de jóvenes, nos pasa otra cosa: nos gastamos los buenos nombres en bautizar a nuestros gatos, así que ahora tenemos que pensar nuevos.

Las preguntas correctas

Mientras se acerca el día D, escucho cientos de preguntas. Algunas me parecen absurdas; para otras no tengo respuestas. ¿Vas a hacer un babyshower? ¿Vas a leer a Laura Gutman o el Duérmete niño? ¿Practicuna, moisés o colecho? ¿Tenés el bolsito listo con ranitas, ositos y patitas (es increíble la fauna de diminutivo­s que se abren en el mundo del consumo para bebés)? ¿Qué onda con la epidural, oxitocina, episiotomí­a? ¿Cómo es eso de que no tenés nombre todavía?

Hace días que vuelve a mí una imagen recurrente. En la cocina de la casa de mi abuela, hay una hermosa botella antigua, llena de alcohol, que tiene un enorme limón adentro y está tapada con un corcho. Cada vez que alguien pregunta cómo llegó ese limón hasta ahí, a ella le entretiene responder “Adiviná” y hacerse rogar para contar su técnica. Pero nadie pregunta cómo saldrá: ese enigma interesa menos.

Hace días que miro a mi novio y le hago dos preguntas. “¿Cómo vamos a sacar a este niño de acá?” Y cuando salga: “¿Qué vamos a hacer?”. Cuando él no está, miro mi panza y hago la única pregunta que sé que realmente importa: ¿Y vos, quién sos?

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(ilustració­n de juan delfini)

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