Acelerar en una calle sin salida
Su rostro denotó sorpresa cuando, en diciembre de 2012, el presidente Hugo Chávez lo ungió como heredero antes de viajar a Cuba, para tratarse de un mal del que nunca se recuperaría. Aquella imagen en el Palacio de Miraflores, junto a Chávez y al entonces titular de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, disipaba el interrogante sobre la sucesión inmediata de quien moriría el 5 de marzo de 2013; pero alimentaba dudas sobre el rumbo de la revolución bolivariana sin su líder.
Cuatro años y tres meses después de la reñida elección donde venció a Henrique Capriles, las decisiones del Gobierno de Nicolás Maduro dan argumentos a quienes cuestionaban la pericia de este exchofer del sistema metropolitano de transporte de Caracas (luego diputado, canciller y vicepresidente) para conducir el país.
Su mandato no tuvo tregua de una oposición que desconoció los resultados de las urnas de abril de 2013 y cuya ala más radical en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) apostó a “la Salida” que pregonaban Leopoldo López, Antonio Ledezma y María Corina Machado.
Pero el horizonte de Maduro se nubló cuando la MUD ganó las legislativas de diciembre de 2015 y obtuvo una mayoría con la cual anticipó que buscaría revocar al presidente.
Los fallos del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) rebanando la mayoría calificada opositora y las chicanas con que el Poder Electoral (otro de los cinco que existen en Venezuela) neutralizó las acciones de la MUD a favor de un referéndum revocatorio atizaron el choque de poderes y evidenciaron las primeras fisuras del oficialismo. Más aún cuando el Gobierno postergó las elecciones de gobernadores de diciembre pasado.
Voces chavistas, como la de la exministra de la Juventud Maripili Hernández, contrapusieron la actitud de Maduro con la de su antecesor, tras el fallido golpe de abril de 2002. Hernández alegó que ni en el revocatorio de agosto de 2004, que acabó refrendándolo, ni en ninguna circunstancia Chávez eludía las urnas.
Un diálogo propiciado por expresidentes, con apoyo del Vaticano, naufragó entre esas dilaciones electorales. Pero fueron dos sentencias del TSJ, en marzo, las que multiplicaron la violencia. La Corte golpea al Congreso
Los fallos, que privaban de facultades e inmunidad a la Asamblea, fueron considerados por la MUD como un autogolpe de Estado y encendieron la mecha para protestas callejeras que ya llevan más de un centenar de días y de muertes. La fiscal general, Luisa Ortega, mostraría la disidencia más notoria del chavismo al considerar las resoluciones de la Corte como “ruptura del hilo institucional”.
De poco sirvió que el TSJ revocara luego sus sentencias. La oposición había denunciado ya en la OEA y en otros foros que Maduro pretendía cerrar el Parlamento.
Pese a todo, otro atisbo de diálogo afloró cuando, el 1° de Mayo, Maduro convocó a una Asamblea Nacional Constituyente para “pacificar” el país.
La oposición anticipó que no avalaría una Constituyente que tildó de ilegal y de la que podría emanar un suprapoder capaz de disolver el Parlamento. La MUD cosechó apoyo más allá de las fronteras venezolanas. También miembros del chavismo fueron reacios a que se tocara la Constitución de 1999, legado de su líder.
No sólo la fiscal Ortega objetó que no se consultara al pueblo sobre las “bases comiciales”; o que la elección de constituyentes estuviera sesgada por parcelamientos territoriales o corporativos favorables al Gobierno; o que no se llame a referéndum para aprobar o rechazar la futura Carta Magna.
Así se llegó a la simbólica consulta del 16 de julio, donde la MUD hizo el penúltimo intento por frenar la votación del domingo pasado, en la que unos y otros cantarían una estéril “victoria”.
Así, como un colectivo atiborrado de gente, cuyo conductor no para de acelerar pese a entrar en una calle sin salida, la crisis venezolana suma cada día nuevas víctimas. Aunque el impacto mayor parece aún latente, e irreversible.