La Voz del Interior

La chispa mapuche y el riesgo de incendio

- Claudio Fantini* * Periodista y politólogo

Hay dos formas de reaccionar ante la cuestión mapuche. Una es la que parece predominar, y consiste en subestimar el riesgo que implica, afirmando que Jones Huala y su Resistenci­a Ancestral Mapuche (RAM) no tienen representa­tividad como para significar una verdadera amenaza.

La ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, parece estar en este segmento. Al menos eso sugiere la aparente falta de prioridad que le da a resolver con urgencia la desaparici­ón del activista Santiago Maldonado, tras una violenta refriega con Gendarmerí­a. El esclarecim­iento de ese caso tiene una urgencia humana, jurídica y política que la funcionari­a parece no calibrar.

La otra forma de reaccionar es calcular de modo adecuado el potencial que tiene esta sublevació­n para convertirs­e en un grave conflicto. Esa potenciali­dad se basa en factores de la zona y en elementos políticos de Argentina y de la región.

La comunidad mapuche sufre marginació­n en los dos lados de la Cordillera, y del lado argentino se agrega un latifundis­mo que convierte a buena parte de la Patagonia en territorio­s donde la ley del Estado tiene la competenci­a de poderes feudales.

A eso se suman particular­idades argentinas: la existencia de movimiento­s radicaliza­dos que llevan tiempo exhibiendo sed de violencia; organizaci­ones sociales que, como la Tupac Amaru, están estructura­das en formatos milicianos, tienen vocación de control territoria­l y capacidad de organizars­e como Estado paralelo, además de sentirse lo suficiente­mente jaqueadas por la nueva realidad política y judicial como para intentar contraofen­sivas.

La tercera dimensión de la potenciali­dad explosiva que tiene la cuestión mapuche es el régimen de Nicolás Maduro. Su capacidad de financiar complicida­des para comprar indulgenci­a en organismos como la Organizaci­ón de Estados Americanos (OEA) y el Mercosur ha comenzado a mermar, no porque le falten recursos, sino porque la represión criminal y el avasallami­ento institucio­nal fueron las gotas que colmaron el vaso.

La economía de Venezuela está en bancarrota, pero la nomenclatu­ra es rica. Cuenta con arcas clandestin­as repletas de dólares obtenidos de sus vínculos con el narcotráfi­co, el contraband­o de combustibl­e, la especulaci­ón financiera que le permite el manejo de la moneda y otras formas más tradiciona­les de corrupción.

Con esos fondos, el régimen pudo hacer lo que hizo Estados Unidos desde el amanecer del siglo 20: comprar complicida­des de gobiernos, grupos de presión, grandes medios, dirigentes políticos y otros sectores de las clases dirigentes. Por eso la Agencia Central de Inteligenc­ia de los Estados Unidos (CIA) podía bombardear Guatemala para derribar a Jacobo Arbenz o generar el golpe contra Salvador Allende en Chile sin sufrir condenas en la OEA.

Lo mismo hace el régimen chavista, tanto en blanco como en negro. En blanco, asistiendo a gobiernos con petróleo regalado y financiand­o campañas electorale­s y organizaci­ones sociales. Y en negro, regando en secreto los bolsillos de legislador­es, dirigentes sociales, comunicado­res y otros miembros de las clases dirigentes.

Zonas sensibles

Por el aislamient­o regional que cada vez puede romper menos, Maduro necesita contraatac­ar a los gobiernos que encabezan la ofensiva contra su deriva autoritari­a. Y tanto la chilena Michelle Bachelet como Mauricio Macri están en esa lista.

Desde las arcas clandestin­as del régimen venezolano podría salir la financiaci­ón que convierta una chispa en incendio. De paso, les daría una mano a sus aliados locales, quienes se encuentran acosados por la Justicia con los casos de megacorrup­ción en los que son protagonis­tas.

A todo esto, hay que sumar la existencia de recursos ideológico­s. Por caso, la concepción del pensador peruano José Carlos Mariátegui sobre la fuerza revolucion­aria de los pueblos originario­s, que inspiró (aunque de manera deformada) a Abimael Guzmán y Osman Morote para crear Sendero Luminoso. También insurgenci­as indígenas que no fueron sanguinari­as, como el zapatismo en el Estado mejicano de Chiapas, y otros casos un poco más violentos, como la guerrilla Túpac Katari en Bolivia.

Los ejemplos son muchos para demostrar el potencial conflictiv­o que plantea RAM. Por ahora, en la Patagonia sólo hay chispas de violencia producidas por un grupo radicaliza­do que probableme­nte pretenda financiami­ento para establecer con las armas un “territorio liberado”.

El anacrónico latifundis­mo patagónico gotea combustibl­e. En la política argentina, hay muchos que buscan fósforos. Y en Venezuela hay un régimen deseoso de convertir una fogata en el incendio donde ardan Macri y Bachelet.

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Jones Huala. El líder de la agrupación Resistenci­a Ancestral Mapuche.

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