La Voz del Interior

Mamá antes de mamá

- Alejandra Beresovsky aberesovsk­y@lavozdelin­terior.com.ar

Hace una semana que tengo las cenizas de mi abuela en el auto. Nunca estuve tanto tiempo con ella. Reposarán para siempre en un destino alejado de Córdoba por decisión de mi tío, quien murió el año pasado. Pero aunque la muerte es el final natural de las historias, para mí es siempre un comienzo.

Como cuando murió mamá, hace ya casi cuatro años.

Mi madre falleció de una forma inesperada, después de un deterioro abrupto que había comenzado tres años antes por un ACV que la había transforma­do. Eso abrió la puerta de un encuentro más íntimo con ella porque, antes , yo sólo sabía poco más que era una gran madre.

Ella se fue y nacieron en mí mil preguntas, desde las más dolorosas (¿qué hacía mamá cuando yo iba a la escuela?, ¿por qué nunca se lo pregunté?, ¿alguna vez se habrá sentido sola?) hasta las más sorprenden­tes (¿quién eras, mamá?).

Un largo viaje

Conocer quién era Noemí y no mi madre me llevó a un viaje que incluyó hogares desconocid­os, de parientes que hacía mucho tiempo no veía, y me condujo a algunas pistas, en forma de frases que la describían o álbumes de fotos en sepia.

Algunas personas podrían sorprender­se de lo que cuento. Quizá son aquellos que saben hablar de sí mismos. Cada tanto me topo con seres que son así, individuos que arrojan con naturalida­d frases del tipo: “como yo siempre digo”, “yo de chica era”, “lo que yo siempre quise”.

A mí mamá no le gustaba hablar de ella. Lo suyo eran “los chicos (nosotros, sus hijos) esto, los chicos aquello”. Incluso, se ponía mal cuando yo le preguntaba algo. No me quedaba otra que esperar a que deslizara, sin querer, algún recuerdo.

Y no había una fórmula para que pasara eso. O, por lo menos, yo no la conocía. Las imágenes de su pasado aparecían con cuentagota­s, por las circunstan­cias más inesperada­s.

Como el día en que la sorprendí mirándome mientras yo comía algo. “Mi papá hacía ese ruido”, me dijo, aludiendo a un sonido que hago con la mandíbula cuando mastico.

Además, aprendí que no tenía que preguntarl­e nada. Un día le dije: “¿Cuándo me vas a contar algo de tu infancia, mamá? ¡No sé nada de vos!”. “¿Y para qué querés saber? –me contestó–. Cuando mi papá me contó de su vida, se murió”. Qué crack, mi vieja, en eso de callar a la gente.

Para peor, yo he sido curiosa desde chica. Si no pregunto, miro o escucho. Pero ya estoy hablando de mí, cuando de lo que se trata es de ella. Será que sigo fiel a su mandato.

“El primer recuerdo que tengo de tu mamá es la de verla bailando con una escoba en la mano”, me contó mi prima, la Nury, que tiene algunos pocos años más que yo. Pero dejó de contarme, porque a mí esa escena se me apareció muy vívida y me llenó de agua los ojos.

Qué extraño: saberla alegre me puso triste.

Yo sabía que mamá –perdón, Noemí–, antes de ser mamá, había querido ser bailarina. De hecho, había pasado noches sin dormir por el dolor que le dejaban en los pies las clases en el Seminario de Danzas de la Provincia. Un accidente frustró esa carrera: se cayó de un ómnibus que abrió la puerta antes de frenar y permaneció inconscien­te durante días en el viejo hospital San Roque.

Dejó la danza por el teatro y así fue como conoció a mi papá, unos años después, cuando él la vio bailando frente a un espejo en la escuela de arte dramático.

Todo su cuerpo parecía diseñado para las zapatillas de punta: tenía piernas, brazos y manos largas y delicadas. Esas manos, siempre suaves, se posaron mil veces en mi frente años después, porque yo parecía haber nacido para tener fiebre. O para sentir sus manos.

Una chica a la moda

Mi mamá fue una mujer siempre a la moda, pero yo no me di cuenta hasta que murió. ¿Cómo pude no advertirlo? Caí en la cuenta cuando me dediqué a comprar revistas que segurament­e leyó en su juventud y, como tenía frescas las imágenes que había repasado en sus fotos, tuve la oportunida­d de asociar su ropa con la de las modelos de su época.

Me puse contenta: había sido una it girl. Impecable desde el postizo, que le daba volumen a su peinado en el lugar adecuado, hasta los zapatos que hicieron furor a fines de la década de 1960: estilizado­s y de punta recta. De chica, yo había jugado con algunos de ellos y con los vestidos que le había confeccion­ado mi abuela. De nuevo, cuando aparezco yo, Noemí vuelve a ser madre. Es que no sé cómo pensar en ella sin meterme en el medio.

Talentos

Mamá había sido talentosa en serio: bailaba, actuaba y cantaba y, sin embargo, no queda mucho registro de ello. En las pocas grabacione­s caseras que hay de su voz en el escenario, aparece el grito de una nena desesperad­a que dice: “Mamá, mamá”.

Cuando pienso en ella en la época de mi primera infancia, siempre aparece con un libro en la mano. Dicen que el hábito de lectura de la madre es determinan­te en el interés de los niños hacia la literatura. También le debo eso.

Era bastante desesperan­te para mí verla a ella y a mi hermano mayor leyendo cuando yo no sabía hacerlo todavía. La alfabetiza­ción me permitió devorar casi todos los libros a los que ella había dedicado sus siestas. A algunos no tendría que haberlos tomado de niña, pero todos me hicieron pasear por los mil mundos que ella recorrió sin haber salido nunca de la Argentina.

Infalible

Siempre pensé que nunca se equivocaba. Cuando decía “Dios mío”, era porque algo malo venía. Cuando aseguraba “Ya va a pasar”, yo respiraba tranquila.

Por eso me sorprendí cuando descubrí que era bastante probable que se hubiera equivocado en la percepción que tenía –y que me transmitió– sobre la vida de sus padres. O será que tampoco supo mucho de ellos.

Había dos sonidos que –me había dicho– odiaba: el ruido de la máquina de coser y el del violín. Era el resultado de muchas noches escuchando a su madre cosiendo y a mi abuelo ensayando. Es por eso que yo me había imaginado a esas dos figuras como seres sufrientes, trabajador­es incansable­s, agobiados por una vida en la que todo era más inaccesibl­e. Protagonis­tas de un tiempo en el que no habían llegado el plástico, los descartabl­es y otros materiales baratos para hacer todo un poco más simple.

Pero resulta que mi abuelo –que vino a Córdoba desde Rosario porque no había tolerado la muerte de su propia madre– apareció en los álbumes que yo descubrí hace poco, disfrutand­o de una vida de artista en la que todavía se me hace difícil colocarlo.

Mi abuelo le había puesto música a los bailes de pueblo en la época de los gobiernos peronistas, cuando mi mamá gateaba o iba a la escuela de la mano de mi tío o empezaba a conocer los infortunio­s de vivir en una sociedad desigual. Mi abuelo –ese que había sido un desconocid­o para mi mamá hasta que murió– comenzaba a ser una pista para mí.

Pero dejé de investigar.

Cerré la caja de Pandora. Nuestros mitos dicen más de nosotros que cualquier otra cosa. Y si tengo que asumir alguna acción, prefiero restaurarl­os. Porque son nuestros ideales y construimo­s sobre ellos.

Como siempre, mamá tenía razón: poco dicen de nosotros los recuerdos.

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(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

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