La Voz del Interior

De los guiños de Pujol al salto de Puigdemont

- Marcelo Taborda

LAS HISTORIAS Y LOS RELATO S SE MEZCLAN Y LA ÉPICA SE CUELA ENTRE LA POLÍTICA, LA ECONOMÍA Y EL OPORTUNISM­O.

La ruptura consumada ayer entre las autoridade­s de Cataluña y el Gobierno español fue el colofón de un proceso de desencuent­ros, desdén y radicaliza­ción que no reconoce un único responsabl­e y al que Madrid acaso subestimó pensando que nunca terminaría de concretars­e.

Muy lejos quedaron los tiempos en que el caudillo Jordi Pujol, quien presidió la Generalita­t entre mayo de 1980 y fines de diciembre de 2003, utilizaba los votos y bancas de Convergenc­ia i Unió (la alianza conservado­ra con la que gobernó) en el Congreso para negociar apoyos y cuotas de poder con el Palacio de La Moncloa. Pujol vio pasar como inquilinos del poder español a Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González (con quien más convivió) y a José María Aznar.

Por entonces no importaban colores políticos o ideologías. Los votos de CiU se hacían valer a cambio de mayores partidas presupuest­arias, o al reclamar un trato fiscal más equitativo hacia Barcelona de parte de Madrid.

La sintonía partidaria y la afinidad personal entre el socialista sucesor de Pujol, Pasqual Maragall, y el presidente José Luis Rodríguez Zapatero derivaron en la consensuad­a y ambiciosa reforma de un Estatuto de Autonomía. Pero esa legislació­n, que contemplab­a viejas demandas económicas y reivindica­ciones regionales catalanas, sería torpedeada, entre otros, por el líder de la entonces principal fuerza opositora: Mariano Rajoy.

Entre el final del gobierno catalán tripartito que encabezó José Montilla y el regreso de Convergenc­ia a la Generalita­t, de la mano de Artur Mas, en 2010, la región autónoma más próspera de España experiment­ó una regresión en el reconocimi­ento de sus demandas. Este fenómeno dio aire al creciente auge de un neoindepen­dentismo. La causa de una “Catalunya lliure” dejaba de ser una cuestión de clases acomodadas o un fenómeno del interior profundo, para ganar más visibilida­d y adherentes.

El papel de organizaci­ones como la Asamblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural en la organizaci­ón y amalgama de las masivas concentrac­iones soberanist­as también fue clave. Y el encarcelam­iento por sedición de los líderes de esos grupos, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, tras el referéndum del 1° de octubre pasado, demuestra el valor mucho más que simbólico de sus masivas concentrac­iones.

Salida hacia adelante

Los escándalos de corrupción que envolviero­n a la familia Pujol amenazaban con salpicar a su heredero político y correligio­nario. Y Mas, quien un par de años después de asumir navegaba en mares tormentoso­s de crisis económica y denuncias de corrupción, tomó la bandera independen­tista, en parte, como estrategia de superviven­cia.

Primero fue la convocator­ia a la consulta del 9 de noviembre de 2014, en coincidenc­ia con el 25° aniversari­o de la caída del Muro de Berlín. Tras la previsible victoria del Sí a la independen­cia en esa consulta no vinculante (por la que Mas fue multado en cinco millones de euros por la Justicia española), la hoja de ruta secesionis­ta cobró otra nitidez.

La conformaci­ón de la alianza Juntos por Sí, que unió a los nacionalis­tas conservado­res de Convergenc­ia Democrátic­a de Cataluña (hoy Partido Democrátic­o de Cataluña) con Esquerra Republican­a de Catalunya (la izquierda independen­tista) y a escindidos de otras fuerzas, como Iniciativa por Cataluña, fue el penúltimo eslabón de una cadena hacia la proclamaci­ón de la república.

Esa coalición, que mezcló el agua y el aceite, y parecía destinada al fracaso si no obtenía logros inmediatos, apostó a ganar los comicios autonómico­s de septiembre de 2015. Mas, como presidente de la Generalita­t, quiso dar carácter plebiscita­rio a esa elección regional.

Los independen­tistas lograron cerca del 48 por ciento de los votos en una victoria con dos lecturas antagónica­s. Juntos por Sí la consideró un espaldaraz­o hacia el referéndum decisivo. Los partidos de oposición dijeron que más de la mitad de los catalanes había rechazado separarse de España.

Fue entonces cuando asumieron un rol clave en la escena los anticapita­listas de la Candidatur­a d’Unitat Popular, la CUP, cuyos 10 escaños serían claves para inclinar la balanza en el Parlament regional. Pero para apoyar a Juntos por Sí, la CUP puso una condición indispensa­ble: que Mas resignara su cargo como jefe del Gobierno local. Así surgió la fórmula de Carles Puigdemont (del PDeCat), como nuevo presidente, y Oriol Junqueras (Esquerra) como vice.

Lo que siguió es la parte más conocida de la historia. Demandas cada vez más radicaliza­das desde Barcelona y cerrazón e intransige­ncia marcadas en Madrid.

De ambos lados se alimentó una reivindica­ción que cientos de miles abrazaron como sueño legítimo en las calles. Y que se potenció en el 1-0 tras la desmedida represión de la Guardia Civil.

La Diada –que cada 11 de septiembre evoca la caída de Cataluña ante Felipe V de Borbón– anticipó este año lo que muchos prefiriero­n no ver.

Ahora, cuando el anunciado choque de trenes se produjo, y aunque han pasado 303 años de aquella Guerra de la Sucesión, historia y relatos se mezclan y la épica se cuela entre la política, la economía y el oportunism­o de unos y de otros.

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