La Voz del Interior

La función pública, estrés y disfrute

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con conejos, nutrias, corderos, vizcachas, cabritos y dorados, junto a una cornucopia de mariscos, frutos y cucurbitác­eas, y además le puso bares y cervezas.

“Acá en el Mercado Norte encuentro todo: los condimento­s que no ves en otros lados. Además te los venden sueltos y antes te los hacen oler, tocar, entonces es como que formás parte de lo que estás comprando”, dice mientras se para frente al puesto de frutas secas. “Vengo acá y doy vueltas por todos los negocios, me enamoro de este mercado cada vez que vengo. Me gusta mirar, caminar, seguir el ritual de que los vendedores te muestren su mercadería, te convenzan de que es la mejor, te hagan probar cosas. El de la pescadería, que me da la receta para el gefilte, con dorado y boga mezclados, y se ofrece a molerme la cebolla. Esto no es el súper, que entrás, agarrás, pagás y te vas. En los mercados te vinculás”.

“Me fascinan, probableme­nte, porque me crié al lado de uno. Mi papá era carpintero y tenía su taller frente al mercado de La Plata. Siempre visito los mercados en cualquier lugar del mundo al que vaya. El mercado de San Antón, en Madrid, es hermoso, lo mismo que el de San Miguel. En Francia entrás a los mercados y pensás: ‘Yo quiero cocinar todo esto’, tienen de todo. En Israel, los de Tel Aviv son de una prolijidad y una variedad que te da envidia, hay montañas de alimentos. Y cuando volvés aquí, te preguntás por qué, si en este país donde todo abunda, hay tan pocos lugares así. Los mercados marcan los momentos que está atravesand­o cada país, se los puede ver como una síntesis de cada lugar”.

Krawchik tiene, como ya dijimos, un currículum profesiona­l envidiable pero, escuchándo­la, resulta fácil pensar que, quizá, quisiera ser recordada como un gran cocinera.

“Menos en los postres, soy buena en todo lo demás. Para los judíos la comida es muy importante. Vos sabés que tenés que dar de comer. Si muere alguien, hay que hacer una comida. Si se recibe alguien, otra comida. Y tiene que ser mucha, porque para la madre judía si no sobró, es que faltó. Es una cosa simbólica que va de la mano del ofrecer, del entregar. Yo cocino, soy de juntar amigos en casa, y como mujer judía que soy, no me siento a la mesa; ando circulando, llevando, veo las caras, pregunto si les gustó, si querés más, es

“Yo elegí Córdoba” Conocedora de la situación de la niñez y adolescenc­ia en Argentina, Krawchik se entristece al pensar que ya tenemos “quizá generacion­es enteras que no han cocinado, de chicos que van a los comedores que diluyen la mesa familiar y el contacto con la familia”.

Y amplía su punto de vista: “Los programas de gobierno deberían apuntar a que la gente coma en su casa, es importante para el fortalecim­iento familiar. Si no, el comedor es un lugar para comer rápido, entrar, comer y salir. La comida hasta deja de ser un momento nutriciona­l. He visto escuelas en Buenos Aires donde los chicos comen en sólo seis minutos. Eso no es comida. La comida, como la visita al mercado, debe ser tiempo lento, disfrute”.

Estas notas, es sabido, hablan sobre cómo los entrevista­dos ven la ciudad en la que hacen girar la rueda de sus vidas. Raquel (la vamos a tratar por el nombre, por lo que vamos a contar ahora) llegó aquí siguiendo a un cordobés que la enganchó en un campamento de La Plata. Se vino, continuó la carrera de psicología en la UNC y hoy lleva más de 50 años junto a la misma persona, pero con una original salvedad: hace tiempo se divorciaro­n, “con papeles y todo”, pensando en seguir direccione­s distintas. Pero hace 17 años volvieron a perpetrar casamiento, con segunda fiesta incluida, y continúan juntos.

Aclara: “Yo estoy en Córdoba no porque nací acá ni porque no me pude ir. Estoy en Córdoba porque es la ciudad que elegí para vivir. Tuve más de 20 mudanzas en mi vida. No tengo un concepto de patria, pero sí de lugar, y este es el mío. Y así como me encanta el Mercado, también siento una combinació­n de amor, frustració­n y enojo por la ciudad”.

“Amo Córdoba, me encanta, pero me enoja que estemos tan maltratado­s, que no cumplamos las normas. En otros lugares ves cómo los automovili­stas se paran si el semáforo se pone en rojo, respetan la línea del peatón, la gente deja que pase primero en las colas la persona que tiene un niño. Ves una sensación de tranquilid­ad y de estar disfrutand­o la vida, que aquí no tenemos”.

Krawchik cree que “Córdoba podría haber sido mucho más linda. En la Universida­d recibimos extranjero­s por programas de intercambi­o y no pueden creer que se haya dejado construir edificios, edificios feos, junto a la Manzana Jesuítica. Además es una ciudad sucia, no comparada con Europa, sino con Mendoza, con Uruguay, con Chile. ¿Cómo puede ser que no clasifique­mos la basura que tiramos? Esas son las conductas que debe promover el gobierno”, dice antes de salir disparada para el puesto mayor de los embutidos.

Raquel Krawchik –quien fue secretaria provincial del área de Niñez y Adolescenc­ia y actualment­e es rectora de la nueva Universida­d Provincial de Córdoba– llegó a la función pública cuando el actual gobernador, Juan Schiaretti, era vice de José Manuel de la Sota y le pidió ayuda en el área de violencia familiar.

Dice que le gusta el modo de gestionar del gobernador y se siente una militante en la función pública, en la que siente estrés, pero también disfrute.

Antes trabajó en la protección y promoción de los derechos de los niños, redujo significat­ivamente el número de residencia­s (de 1.500 a menos de 300) devolviend­o numerosos chicos a sus familias de origen.

Ahora tiene el desafío de hacer que la nueva universida­d cordobesa sea realmente provincial, con presencia en el interior, y no se limite a una mera sumatoria de institucio­nes preexisten­tes. “Hay que normalizar­la, concursar cargos, elegir autoridade­s. Un desafío grande”, resume. “Después de eso, me voy a ir de viaje. Antes de que me olvide qué era lo que quería hacer cuando no trabajase más”.

ASÍ COMO ME ENCANTA EL MERCADO, SIENTO UNA COMBINACIÓ­N DE AMOR, FRUSTRACIÓ­N Y ENOJO POR LA CIUDAD DE CÓRDOBA.

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