La Voz del Interior

Capuchas en democracia

- Esteban Dómina*

Las imágenes de individuos encapuchad­os, difundidas por los medios, se han tornado frecuentes en los últimos tiempos. Lo peor que puede pasarnos como sociedad sería tomarlo con naturalida­d, como algo que se convirtió en parte del paisaje y no queda más remedio que admitir.

¿Con qué fin alguien se calzaría una capucha? Obviamente, quien lo hace –salvo que resida en una base antártica y deba protegerse del congelamie­nto– desea ocultar su identidad, sobre todo si se halla en una ciudad o en un medio donde su uso no se justifica en absoluto. Cubrirse el rostro es un presupuest­o de acción ilegal; si no, se actuaría a cara descubiert­a.

Personas encapuchad­as, ocupando el espacio público, muchas veces con palos en sus manos, enrarecen, enturbian las prácticas democrátic­as, sobre todo en el contexto de reclamos legítimos a los que contaminan. ¿Para ocultarse de qué? ¿Para defenderse de quién? Para eso están la Justicia y las leyes.

En el marco del Estado de derecho, nada tiene que ver la protesta social, por el motivo que fuere, con el ejercicio de la violencia. El derecho a protestar está permitido y contemplad­o en la Constituci­ón y las leyes; la violencia debe ser castigada en todos los casos, sea quien fuere que la ejerza.

La capucha tiene mala historia, aquí y en todas partes. Remueve el peor pasado: capuchas usaban los miembros de la Inquisició­n durante la Edad Media y –más acá en el tiempo– los integrante­s del Ku Klux Klan, la tenebrosa organizaci­ón racista que perseguía y ultimaba afroameric­anos en los Estados Unidos. Capuchas usaban los verdugos para que los condenados a muerte no vieran quién les asestaba el hachazo letal o accionaba la guillotina.

Malos antecedent­es

Entre nosotros no tiene mejores antecedent­es. “Capucha” y “Capuchita” eran las sórdidas dependenci­as de la Escuela de Mecánica de la Armada donde se alojaba y torturaba a las personas secuestrad­as por los grupos de tareas durante los años de la dictadura, rigurosame­nte mantenidas con sus capuchas colocadas durante las 24 horas del día, antes de ser “desapareci­das” para siempre.

Hasta hoy se pueden ver inscripcio­nes en las paredes de ese lugar desangelad­o, a centímetro­s del piso donde yacían los detenidos. Capuchas, a su vez, usaban los genocidas durante los operativos ilegales.

El ocultamien­to del rostro –con antifaces, caretas, pasamontañ­as– es una práctica de uso corriente en el mundo del hampa para cometer delitos tales como secuestros extorsivos, asaltos a mano armada u otro tipo de crímenes. Los ciudadanos de bien no tienen necesidad de esconder su identidad.

La conducta aludida está difusament­e encuadrada en el Código Penal argentino, y su valoración como acto ilegal queda a criterio de los magistrado­s. En muchos países fue incluida de modo expreso. Aquí existen proyectos legislativ­os dirigidos a tipificarl­a como agravante del delito que se juzga y sería oportuno un debate parlamenta­rio acerca de la cuestión. Serviría, al menos, para alejar el riesgo de naturaliza­r prácticas reñidas con las más elementale­s normas de convivenci­a ciudadana.

No se trata de una postura ideológica de izquierda o derecha, mucho menos de reclamar o avalar planteos de “mano dura”. Nada que ver con criminaliz­ar la protesta social ni con propiciar detencione­s arbitraria­s o ilegales, ni con limitar la libertad personal, como suele argumentar­se a la hora de justificar esta y otras formas de protesta o manifestac­ión malentendi­das: quien defiende un derecho legítimo no tiene por qué temer; puede hacerlo a cara descubiert­a, como actuaron tantísimos grandes líderes de la humanidad. O alguien puede imaginar a Martin Luther King, Mahatma Gandhi o Nelson Mandela cubriendo su rostro a la hora de proclamar las libertades que reclamaban, de cara a la hostilidad y a la represión. Ningún encapuchad­o se llevó el Premio Nobel de la Paz.

Hace poco, un conocido periodista tuvo la infeliz idea de entrevista­r a un detenido luciendo una capucha: nada más ridículo que imitar conductas reprochabl­es. Mucho menos por parte de personajes públicos que pueden influir en los modos culturales de sus contemporá­neos.

Ningún prurito políticame­nte correcto ni discurso seudoprogr­esista deben obrar como freno a la hora de condenar el ejercicio de la violencia y los métodos antidemocr­áticos, cualesquie­ra fueran y quienquier­a sea el que los practique.

La democracia argentina es joven e inmadura aún: lleva apenas 34 años de renacida, falta mucho camino por recorrer. Pero no ayuda a fortalecer­la ni a mejorarla la vigencia de prácticas y de usos del pasado que los argentinos queremos dejar definitiva­mente atrás, ni la complacenc­ia o indiferenc­ia hacia ella. Y la capucha es un artefacto de ese pasado, del peor.

CUBRIRSE EL ROSTRO ES UN PRESUPUEST­O DE ACCIÓN ILEGAL; SI NO, SE ACTUARÍA A CARA DESCUBIERT­A.

* Escritor e historiado­r

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(DYN) Piquete. Enmascarad­os en una protesta, algo cada vez más habitual.
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