La Voz del Interior

Diario querer

“El hombre que amaba vender diarios” podría ser el título de esta crónica en la que la autora recuerda a su padre, el canillita histórico de Inriville. Fanático de River y personaje inolvidabl­e, repartía los diarios como si fueran mensajes urgentes y rele

- Virginia Guevara mguevara@lavozdelin­terior.com.ar

Mi papá empezó a vender diarios a los nueve años. En 1945, tras la aparición de Clarín y de nuevos lectores, mi abuelo, que era el diariero de Inriville desde hacía años, consideró que Jorgito ya estaba en edad de ayudar: los diarios llegaban en tren y se requería un mecanismo de relojería para recibir los paquetes y aprovechar la clientela que se juntaba en la estación antes de que partieran.

Era un niño cuando aprendió a calcular cuánto faltaba para que llegara el tren apoyando la oreja sobre la vía. Muy rápido sumó otra tarea: subirse y recorrer los vagones voceando los titulares antes de que partiera. Pasaron las décadas y nunca dejó de ser angustiant­e su relato del día en que se entusiasmó con la venta y el tren se lo llevó. Tenía poco más de 10 años.

Mi abuelo Eduardo murió poco después de que yo naciera. Mi papá –que enseguida sumó a mi hermano mayor al trabajo– quedó para siempre a cargo de los diarios. El tren de pasajeros dejó de pasar por Inriville, pero él siguió esperando toda la vida esos paquetes con la ansiedad que, siendo niño, sintió en el andén: a las 6, el chofer de la camioneta de ya lo encontraba en su negocio, frente a la plaza, al lado de la Municipali­dad. A las 10, esperaba los paquetes de Clarín enla vereda y, cerca del mediodía, recibir, armar y repartir La Nación siempre fue una prioridad a la que estaban sujetos los almuerzos, para fastidio de mi mamá.

Señor diariero

Nunca fue el “canillita” desgarbado del sainete de Florencio Sánchez. Jorge Guevara fue un señor diariero: Glostora, zapatos lustrados, pantalón de vestir, camisa y, durante muchos años, hasta saco para recibir y entregar los diarios.

Ejerció su oficio con rigor de profesiona­l, y también con pasiones inmanejabl­es: fanático de River Plate –del “millonario” y también del club de Inriville que lleva el mismo nombre–, nunca El Gráfico estaría en la vidriera si la tapa traía a un Boca Juniors triunfante. Y a Página/12 lo dejó de vender tempraname­nte, porque no toleraba la irreverenc­ia, ni las críticas a Carlos Menem.

Su origen humilde, el mandato cumplido de progresar trabajando y el hecho de haber estado de “colimba” en Buenos Aires durante los bombardeos a Plaza de Mayo lo definieron peronista. Contra todo argumento o evidencia, apoyó a todos (y todas) los que en su momento entonaron la marchita.

Los domingos, los paquetes eran mucho más grandes, y su ansiedad también: armaba los diarios y los repartía con la inquietud de quien tiene en sus manos un mensaje urgente y relevante para la vida de quien debe leerlos, y eso que nunca tuvo competenci­a.

Con los años, encontré otras personas que a menudo frecuentan ese estado: es lo que sienten los buenos periodista­s que se saben dueños de una primicia. Mi papá nació un 7 de junio y cada año era un juego ver si yo lo llamaba antes para decirle “feliz cumpleaños” o él me ganaba con el “feliz día, periodista”.

Por otro camino

Yo también empecé a los nueve o 10 años. La primera tarea que tuve a cargo, cuando mi hermana ya estaba para trabajos más importante­s, fue recortar los cabezales de los diarios que no se vendían.

En la década de 1980, la noción de reciclado no había aterrizado aún y no se devolvían los ejemplares enteros –que vendíamos luego como “diario viejo”–, sino sólo la parte superior de la tapa, donde está la fecha. Dos veces al mes, ese era mi trabajo.

Ya en el secundario, las cosas cambiaron. A la mañana iba a la escuela y a la siesta era mi turno de atender el negocio, que, además de diarios y de revistas, tiene quiosco y quiniela. Fueron horas de orientació­n vocacional. Leía todo lo que llegaba y muy pronto supe que quería ser periodista. Si no había escuela, también me tocaba repartir algunos diarios, al principio en bicicleta y luego en auto: la coartada perfecta para empezar a manejar antes de lo permitido.

En esos años nos mudamos a “la casa nueva”, construida junto al negocio, y encontré un verdadero tesoro esperándom­e: la piecita de “los clavos”. El lugar donde mi papá guardaba todas las coleccione­s de libros o de encicloped­ias por fascículos que los clientes abandonaba­n a mitad de camino. Contra toda lógica económica, él las continuaba hasta el final.

Había de todo ahí: desde la Biblioteca Básica Universal del Centro Editor de América Latina a la colección Capítulo de Historia Latinoamer­icana, desde premios Nobel a fascículos de atlas de todos los tamaños y regiones, junto a coleccione­s sobre flora y fauna, cocina, idiomas o religión. La Segunda Guerra Mundial, la historia de la música o la Pinacoteca de los Genios. Una biblioteca siempre incompleta pero diversa y a mi total disposició­n. En ese lugar pasé largas horas de mi adolescenc­ia.

Vocación

En quinto año llegó el viaje a Bariloche y el gran conflicto con mi papá: él quería que me quedara a vender diarios, y yo quería dedicarme a escribirlo­s. Viajé a inscribirm­e en la

Universida­d

Nacional sin que lo supiera. Mi mamá, mis hermanos y mi tía hicieron un gran trabajo de mediación para que en febrero de 1991 yo lograra partir hacia Córdoba.

Lo aceptó. Y no sólo eso, a mitad de mi carrera empezó a hacer planes para conseguirm­e trabajo. Envió varias cartas pidiendo una oportunida­d para mí, pero llegaron a los lugares equivocado­s: iban dirigidas a las áreas de circulació­n y no a las redaccione­s de los diarios.

Sólo fue cuestión de estudiar y de confiar en la buena suerte, otra herencia paterna. Los juegos que de niño le faltaron a mi papá, de grande los tuvo con las apuestas: el 066 nos dio grandes satisfacci­ones familiares y en Inriville hay una verdadera mitología sobre la suerte de Jorge Guevara. Ganó muchas cosas –auto incluido–, ganó muchas veces a la quiniela y también me hizo ganar. Siempre se negó a comprarme una moto, pero un día me regaló el número de una rifa: adivinan, tuve la moto.

En diciembre de 1995, el día en que rendí la última materia en la Escuela de Ciencias de la Informació­n, un papelito en la pared convocaba a pasantías en . Esa misma semana empecé a trabajar en la sección Economía.

El día en que salió la primera nota con mi firma muchas cosas cambiaron, en mi vida y en la suya: mi papá fue entonces el diariero que entregó los diarios abiertos justo en la página donde estaba mi nombre.

Fueron más de 20 años sabiendo que a las 6 de la mañana él abría el paquete de La Voz y se ponía a buscarme en el diario. Tal vez no leía el texto, era ver mi nombre y su apellido, constatar que tenía mi lugar en esas páginas y en la vida, buscarme en las fotos de la fiesta de fin de año, colgar en la vidriera los artículos si recibía un premio, intuir si me iba bien o si había estado con mucho trabajo y sentirse en la gloria si, además, Miguel Clariá o Mario Pereyra me citaban en la radio.

Último reparto

Mi papá se enfermó el año pasado. Sus movimiento­s se limitaron a llegar al negocio y sentarse a ver que todo continuaba funcionand­o: que mis hermanos, mi mamá y mi sobrina seguían adelante con todo eso que fue su vida entera. Él, que no dejaba que nadie se metiera en su reinado, disfrutó en silencio una feliz idea de sus siete nietos, que un fin de semana dieron vuelta todo, pintaron, acomodaron y dejaron reluciente su negocio.

Murió en su cama, a fines de mayo. Los diarios ya habían sido repartidos.

Al día siguiente, su nombre estuvo en los avisos, pero Inriville no tuvo ’diarios. El coche fúnebre estuvo repleto de flores y sobresalía­n dos coronas: una con los colores de River Plate y otra de que llegó porque yo soy periodista y no porque él fue diariero. Ahora ya saben que las cosas fueron exactament­e al revés.

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(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

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