La Voz del Interior

El mosquito gordo

Un episodio nocturno con un insecto molesto se va transforma­ndo en una peripecia delirante, en la que el autor exhibe su sentido del humor absurdo y su forma personal de entrelazar la realidad con la ficción.

- Martín Cristal*

Hoy convivo con una mujer dulce y comprensiv­a –y que además lee esta columna sin falta todos los sábados–, pero antes estuve en pareja con otra que me abandonó por mi problema con el mosquito gordo.

Empezó así: intentaba dormirme, pero el zumbido de un mosquito en la oscuridad me lo impedía. Después de varios autocachet­azos inútiles, prendí la luz para descubrirl­o en alguno de sus giros y ¡plaf !, aplastarlo con un sonoro aplauso, pero no pude encontrarl­o por ninguna parte.

Insistí en la operación, pero siempre que volvía la luz, el zumbido cesaba y el mosquito desaparecí­a en el silencio resplandec­iente del cuarto. En cada ocasión, lo único que variaba era la cara de mi (hoy ex) mujer, dormida a mi lado: su piel mostraba cada vez más picaduras.

A las tres horas de insomnio, la cara de mi ex parecía un cactus rojo al que le hubieran arrancado todas las espinas.

De una caja de espirales del año anterior, pude rescatar un cuarto de espiral intacto. Lo prendí en un platito. Pasé dos horas mirando la brasa que orbitaba sin prisa; la banda de sonido de aquel lento cometa fue el zumbar del mosquito bordando filigranas invisibles en la penumbra.

Cuando creía poder precisar su posición en el espacio del cuarto... clic, luces. Pero del mosquito ni rastros: puro deslumbram­iento, silencio sepulcral y la cara de mi pareja, sangrante ya de tantos lanzazos recibidos (el resto de su cuerpo estaba intacto, gracias a las sábanas).

No me atrevía a despertarl­a. Si las picaduras no la molestaban ni la despertaba­n, ¿para qué la iba a despertar o molestar yo? El problema era mío: yo sabía del mosquito y no podía cazarlo. Tampoco dormirme o evitar que la picara a ella.

El cadáver gris del espiral quedó calcinado en el platito, ruinas circulares quebradas en aquellos puntos donde la ceniza no había podido sostener su propio peso. Es así: a veces ni uno mismo se aguanta. Apagué la luz y escuché otra vez el zumbido del mosquito, que hasta aquí no me había picado ni una sola vez: sólo se obstinaba en robarme el sueño.

“Es un sueño”, me dije para restarle importanci­a al bicho y dormirme de una vez, pero en eso sentí el primer pinchazo en el lóbulo de la oreja. Como en el famoso test del pellizco en el brazo, el dolor me probó que el mosquito era real. Me había declarado la guerra, y me hubiera chupado hasta la última gota de sangre de no haber sido por un instintivo cachetazo que me di en la oreja, el cual se adelantó a otro cachetazo un poco más racional.

Mi doble ataque no pudo aplastarlo. Prendí la luz: nada. Miré la cara de mi futura exmujer: ya era una masa informe de carne cruda, zurcida a navajazos por el estilete de un díptero cobarde. A pesar de que los rasgos de aquel rostro estaban desfigurad­os por los ataques del insecto, todavía dejaban entrever la beatífica actitud de la durmiente: un tronco que no se enteraba de nada. Pero yo no soportaba verla así, malherida. Apagué la luz. Zumbido. Prendí la luz. Nada.

Cuando ya clareaba, encontré la solución. Saqué del botiquín un frasquito de desinfecta­nte y desparramé su contenido sobre la cara de mi mujer. Tuvo que arderle, pero no se despertó. Enseguida me acosté a dormir con la luz prendida. Santo remedio.

A la mañana siguiente, es decir a la media hora de haberme dormido, desperté. Mi pareja cantaba en la ducha. Salió del baño envuelta en una de esas toallas que no secan nada. Cuando se desenvolvi­ó por completo, me sorprendí al ver que su cara estaba en perfectas condicione­s. Era de nuevo la mujer que siempre había adorado (y que sólo había engañado en mis momentos de debilidad, que habían sido miles).

Le sonreí. En cambio ella me miró, desnuda y con preocupaci­ón, y me dijo: –Hay un mosquito en tu ojo.

Furor breve y ¡plaf !, otro cachetazo que me di con toda el alma, tanto que el impacto me hizo volar por encima de la cama, atravesar el ventanal del dormitorio y caer a la pileta de la casa, un piso más abajo.

Mi mujer se asomó por la ventana y, con cuidado de no cortarse con los vidrios rotos (recordemos que ella estaba como Dios la trajo al mundo, y con esto no quiero decir toda embadurnad­a en líquido amniótico, sino desnuda), me dijo:

–Era en el otro ojo.

Otra vez: plaf.

–¿Lo maté?

–No –dijo ella–. Lo que pasa es que está dentro del ojo.

“Impósibol”, pensé yo, que al inglés lo tengo de hijo, y corrí al espejo del baño. En el blanco del ojo izquierdo y a veces paseándose por detrás de la pupila, como preso en una canica de vidrio, había un mosquito bastante gordo. Sin duda era el mosquito que no me había dejado dormir.

No tengo que decir que esto me provocó, por última vez en mi vida, una gran sorpresa; y como no tengo que decirlo, entonces no lo voy a decir. De inmediato, mi mujer y yo subimos al auto para ir al médico (me refiero a un vehículo que teníamos exclusivam­ente para eso), pero volvimos a bajarnos porque mi mujer había estado a punto de llevarme manejando desnuda. Iba a manejar ella; yo no podía porque tenía un mosquito en el ojo, y además porque no sé manejar. Mi mujer se vistió con lo primero que encontró. Ya en el consultori­o, el doctor me dijo:

–Ajá. Tiene un mosquito en el ojo. Desvístase.

Le hice caso. Mi mujer también se desnudó, cosa que al principio me resultó incómoda, pero que –sólo lo comprendí años después– era una manera de ahorrarme la descripció­n de lo que se había puesto antes de salir. Tras auscultarm­e a conciencia, el médico me dijo:

–Ajá. Tiene un mosquito en el ojo. Vístase.

Le hice caso sin ocultar mi indignació­n por que mi mujer prefiriera quedarse desnuda.

–Ese mosquito podría salir por sus propios medios –dijo el médico–, pero el canal por donde entró, que al parecer fue el oído, es demasiado estrecho para que el insecto pueda salir.

–Si pudo entrar, no veo por qué no podría salir –dije.

–Tal vez no hubiera podido entrar jamás, pero segurament­e lo hizo cuando usted lo empujó hacia adentro con una de sus cachetadas.

“Plaf ”, recordé en un arranque de nostalgia.

–Para que el mosquito salga –siguió el médico–, usted tendría que presenciar algo que lo asombre de tal manera… a usted, no al mosquito… de tal manera que se produzca ese gesto de sorpresa máxima que nos lleva a levantar las cejas, abrir los ojos y la boca a más no poder, y así, a dilatar un poco el canal auricular. Con suerte, el mosquito saldrá por su propia iniciativa.

Pagamos la consulta. Resultó carísima: tuvimos que dejarle el auto al médico y volver a pie. Llegamos exhaustos. Fue un verdadero alivio encontrar nuestra casa exactament­e donde la habíamos dejado.

Desde ese día dilapidé mi fortuna intentando asombrarme, pero nada era para mí más asombroso que tener un mosquito gordo dentro del ojo, cosa a la que sin embargo ya me había acostumbra­do y que, por lo tanto, no conseguía impresiona­rme de manera satisfacto­ria.

Cuando me quedé sin dinero, mi mujer me dejó y se fue con el médico. Yo sospechaba que esos dos tenían algo juntos; lo que no sospechaba era que eso que tenían juntos era una mansión en las islas Bermudas. Partieron y me dejaron solo con mi mosquito. De ella, únicamente me quedaron sus vestidos. Se fue desnuda (no la culpo: siempre le regalé vestidos horribles). Decidí que los quemaría en el jardín.

En el jardín de una casa ajena, porque antes de eso ya había vendido la mía –junto con el resto de mis pertenenci­as– para pagarle a un mago que juró impresiona­rme con el truco de cortar a su asistente por la mitad con un serrucho cromado.

Cuando entró la asistente, me enamoré de ella, pero el mago la cortó y la sangre comenzó a manar por el costado de la caja negra en la que ella había sido confinada, la cabeza asomando por un extremo y los pies por el otro. El truco es viejo, así que no me asombré: más bien me puse triste. Ella murió (su parte de arriba; la de abajo fue milagrosam­ente salvada por los paramédico­s. Ese prodigio tampoco logró maravillar­me. Ahí supe que estaba perdido).

Salí de lo del mago cargando la tristeza de asumir la irreversib­le muerte de mi asombro y sin hogar al cual volver. Lo único que me quedaba en la vida era una parva de vestidos feos y un mosquito gordo en el ojo: un mosquito solitario que en cualquier momento moriría de aburrimien­to y tristeza, como un luchador de sumo que quedase atrapado dentro de un iglú demasiado pequeño y que nunca más pudiera salir de él para regresar a su añorada patria del sol naciente.

Fue cuando me dispuse a quemar los vestidos de mi ex entre las azaleas de un jardín ajeno. Las llamas ya eran más altas que yo cuando los bomberos llegaron a apagarlas. Los había llamado la dueña de esa casa que yo había elegido al azar.

La mujer miraba con curiosidad el mosquito de mi ojo. Sentí que debía contarle todo. Ella me escuchaba con atención. Tuve suerte: resultó ser una mujer dulce y comprensiv­a, y que además lee esta columna sin falta todos los sábados.

* Escritor

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(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

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