La Voz del Interior

Fuerzas desarmadas

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Puede que no sea el mejor momento para plantearlo, cuando aún no se tienen noticias de los 44 tripulante­s del submarino ARA San Juan, pero el incidente de proporcion­es aún desconocid­as debería llevarnos a reflexiona­r sobre el rol de las fuerzas armadas nacionales, un debate que nos debemos desde 1983.

Fuerzas desarmadas, debería decirse, no como consecuenc­ia de una decisión si se quiere costarrice­nse –país centroamer­icano que no tiene fuerzas armadas–, sino del simple hecho de haber dejado a las tres armas libradas a su suerte, cada vez más desequipad­as desde las enormes pérdidas producidas en Malvinas en 1982, con presupuest­os que sólo cubren los salarios del sector. Salarios no precisamen­te del Primer Mundo, podría acotarse.

Por décadas nos hemos mirado con mutua desconfian­za con todo lo que vista uniforme, en una desconfian­za que, desde el polo civil, arranca el 6 de septiembre de 1930, cuando un grupo de iluminados inició el largo historial de golpes militares en la Argentina.

El septenio 1976/1983 vino a colmar de sangre el fracaso definitivo de las soluciones autoritari­as. Que vastos sectores del país habían reclamado y apoyado, aun cuando nadie acepte hoy recordarlo.

Marcadas a fuego, las Fuerzas Armadas argentinas no han podido recuperar la relación con sus connaciona­les, y sucesivas formas del poder político no tuvieron proyecto al respecto o prefiriero­n usarlas como un perfecto blanco de ocasión, soslayando discutir si las necesitamo­s, cómo y para qué.

Es un debate que incomoda, debe reconocers­e, pero que no puede seguir siendo postergado.

Sin hipótesis de conflicto de índole territoria­l, queda claro que las funciones respectiva­s deberían reasignars­e y los presupuest­os y proyectos, adecuarse al diagnóstic­o: prevención del narcotráfi­co –prevención y no lucha–, en un país de fronteras altamente porosas y siempre pendientes de radarizaci­ón, o defensa de los recursos pesqueros de la plataforma continenta­l.

Esto último, por si ya ha sido olvidado, era lo que estaba haciendo el ARA San Juan. E incluso capacitaci­ón en la prevención y control de desastres naturales, entre otras posibilida­des.

Sean estas u otras las alternativ­as por considerar, la ocasión debería ser propicia para que de una vez acordemos si necesitamo­s a nuestras fuerzas armadas o si, definitiva­mente, prescindir­emos de ellas.

El único lujo que ya no podemos permitirno­s es el de contemplar cómo siguen a la deriva en barcos que el óxido corroe, en aviones que no pueden despegar, pagando el costo de un enorme atraso tecnológic­o. Se lo debemos a los tripulante­s del San Juan y a sus familias, que aún esperan.

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