Un estremecedor capítulo del dolor argentino
Mientras el inmenso abismo de agua se agitaba tempestuoso en estos días, el aire de la espera se iba acabando. Agonizaba, como se suponía que agonizaba la respiración en el submarino perdido en la inmensidad invisible.
Hasta que la infausta noticia de que hay registros de una explosión ocurrida el 15 de noviembre –día en que se perdió contacto con la nave– y en el sitio donde se supone podía ser su ubicación, comenzó a desencadenar toda la angustia contenida.
Aún falta la confirmación; la búsqueda seguirá hasta dar con el submarino o sus restos. Pero la tragedia ya campea en los ánimos.
Crece la hipótesis de que 44 compatriotas pueden haber perdido la vida de un modo escalofriante, allí en la profunda soledad del más solo y frío de los océanos. Cualquiera fuese la verdad entre las hipótesis y los rumores con los que se especula sobre la naturaleza de la misión y la responsabilidad de lo que ahora asoma como un desastre, no se modifica el sentido de la tarea de los 43 hombres y una mujer tripulantes. Si murieron, lo hicieron en pleno cumplimiento de una tarea militar en representación de los intereses de la sociedad, en la extensión argentina sobre el mar austral.
La magnitud de este doloroso episodio no puede ser sólo una gota grande de infortunio en la vastedad de otras desventuras, sino que debe tener la capacidad de advertirnos sobre la manera en la que hemos atravesado estos días como comunidad nacional frente a la zozobra de un grupo de casi medio centenar de compatriotas y sus familiares.
Parece que ya nos cuesta hacer foco hasta en los sentimientos esenciales, tan concentrados que estamos en hacer pie en algunas de las orillas de la grieta y sopesando el valor de los hechos antes que nada sobre cómo puede afectar o dejar de afectar al Gobierno nacional o a sus oponentes.
También debemos renovar la exigencia a las autoridades para que procedan con compromiso y transparencia cuando está en juego la vida y el dolor de argentinos como nosotros.
Pero, además, el infausto suceso tiene que servirnos para alguna vez intentar una mirada completa sobre nuestra integridad colectiva y sobre algunos aspectos de lo que se supone forma parte de nuestro proyecto común, más allá de las abismales diferencias entre las direcciones políticas que queremos darle.
Las Fuerzas Armadas emergieron de la dictadura con dos estigmas marcados a fuego: el terrorismo de Estado y la Guerra de Malvinas. Es decir, la confianza en ellas quedó quebrada hacia adentro, en gran parte del propio pueblo, pero también hacia afuera, esto es en quienes fueron sus “amigos” políticos.
Los asuntos conflictivos del mundo siguen resolviéndose, en infinidad de casos, por la fuerza. Aun cuando la actitud argentina sea plenamente pacífica y defensiva, no se puede negar el hecho de que hay una potencia extranjera armada que usurpa una parte de nuestro territorio y que, además, contamos con recursos apetecibles. O sea, es inevitable asumir una política militar necesaria y responsable, acaso como no lo hemos hecho desde 1983.
La tragedia del submarino ARA San Juan y el conmocionante destino de sus tripulantes ya es, según se concluye de lo informado, una nueva y estremecedora página escrita en la memoria del dolor argentino.