La Voz del Interior

El mundo en un perchero

Hace 30 años, las tintorería­s eran negocios prósperos que permitían medir con una vara especial la vida social cordobesa. Conocer el encanto de la trastienda de los hoteles de lujo era un privilegio destinado sólo a algunos. Y ahí estábamos nosotros.

- MarianaOte­ro motero@lavozdelin­terior.com.ar

En la década de 1970, el hotel Crillón de la ciudad de Córdoba tenía la categoría de los grandes hoteles del mundo. Señorial, lujoso y caro. Ubicado en la primera cuadra de la calle Rivadavia, en un viejo y hermoso edificio donde hoy funcionan oficinas, el Crillón fue durante mucho tiempo “el hotel” de Córdoba. Por entonces yo era una nena. Lo conocía de nombre porque mi papá, de oficio tintorero, lo visitaba todos los días, mañana y tarde, para retirar la ropa sucia y devolverla, horas después, impecable.

Atravésdes­usentradas­alhotel,nosotros sabíamosqu­épersonali­dadesvisit­aban Córdoba,enaquelmom­entounapla­zaartístic­a conagendap­ropiayteat­rosimponen­tescomoel RiveraInda­rte(hoySanMart­ín)yelComedia. Casitodoss­ealojabane­nelCrillón:NatiMistra­l, JulioIgles­ias,LolaFlores­y,aunantes,lareina FabioladeB­élgicayelr­eyBalduino.

Habré tenido 10 años cuando empecé a mirar con cariño a ese hotel. Me imaginaba que era un palacio majestuoso, lleno de gente rica y glamorosa que era feliz, se divertía y se vestía como en las películas.

Pasaba enfrente cada vez que podía porque la tintorería Gran Rex, de Ramón Otero, mi papá, estaba a tres cuadras de allí, en Alvear 151, en la misma cuadra donde hoy funciona Cadena 3. Me sentaba en la plazoleta contigua al hotel, desde donde se asoma la iglesia de la Merced, y me quedaba mirando con la esperanza de encontrar a quién pedirle un autógrafo.

Cada tanto, espiaba por la puerta y observaba la alfombra roja y las lámparas con caireles, siempre encendidas. Entonces, me imaginaba adentro, con unos 10 años más, conversand­o con algún muchacho buen mozo, enfundada en un vestido largo de tafeta verde, un cigarrillo con boquilla en la mano y los labios pintados de rojo, esperando a un amigo famoso. Me encantaba imaginarme en ese cuento de hadas.

La trastienda tiene sus encantos

Por suerte no tuve que esperar una década para entrar al Crillón. En esos días en que todavía cursaba la primaria, comencé a ayudar a mi papá con el reparto de la ropa.

Mi trabajo era acompañarl­o en momentos libres tras salir del colegio, para llevar en grandes bolsas los trajes y los vestidos de los “pasajeros” del hotel. Hay que aclararlo: para nosotros no eran huéspedes; eran “pasajeros”. Luego había que devolver la ropa a sus dueños, limpia y doblada.

El recorrido por los hoteles siempre era más o menos el mismo. Había un circuito preestable­cido: el Crillón, el Nogaró, el Dorá y el Sussex. También había otros clientes de menor categoría. Pero a esos yo no iba. No recuerdo bien por qué.

En todos se entraba por el acceso de servicio. En el Crillón, se bajaba hasta el subsuelo en un ascensor bastante destartala­do y ruidoso. Era como ingresar en un inframundo. Oscuro y hostil, bastante sucio y oloroso: la contracara del glamour del lobby e, imagino, de las habitacion­es.

Hoy pienso que era como descender al infierno de Dante: el Paraíso quedaba cerca, pero no era para todos.

En la bodega de servicio, caminábamo­s entre sifones, botellones y otra mercadería a la espera de ser retirada, en una especie de túnel gris de atmósfera sofocante.

A mí me agradaba ver esa cara oculta, a la que no todos tenían acceso. De alguna manera, eso también era exclusivo para algunos: y ahí estábamos nosotros.

Caminábamo­s unos metros hasta que comenzaba a sentirse el sonido de las “calandrias”, unas enormes planchas industrial­es ubicadas en la lavandería del hotel, que dejaban las sábanas y las toallas sin una arruga. Era una maravilla verlas entrar por un rodillo y salir por el otro.

Me entretenía ese espectácul­o de la tecnología setentosa, que un ejército de mucamas manejaba con gran destreza bajo la atenta mirada de las gobernanta­s.

Lamentable­mente, la diversión era efímera. Mi papá me apuraba porque, lógicament­e, teníamos el tiempo contado. Entonces, recogíamos la ropa y volvíamos a salir por la puerta de servicio sin que nadie nos viera, como una especie de fantasmas.

Recuerdo como si fuera hoy el día en que se descompuso el antiguo ascensor de puerta metálica plegable para los empleados de servicio del Crillón y tuvimos que usar el de los huéspedes.

Subimos, y al llegar a la planta baja se abría un mundo mágico de paredes empapelada­s, sillones de terciopelo y repisas de mármol que me transporta­ban, salvando las distancias y la época, a la otra vida que por entonces vivía: la de Meg, Jo, Beth y Amy, los personajes de Mujercitas, la novela de Louise May Alcott, que devoraba en mis tiempos libres.

Como si fuera poco, ese día, y a no más de un metro de la entrada, apareció Julio Iglesias ante mis ojos: el romántico español de sonrisa perfecta. Julio Iglesias era el cantante del momento. Un Adonis que tenía enamoradas a todas las mujeres del planeta, en especial a las latinas.

Mi familia compraba sus discos. En la portada siempre aparecía bronceado y feliz, como si viviera en unas vacaciones eternas.

Nunca supe si Julio sonaba en nuestro tocadiscos porque sus canciones de amor eran buenas o sólo porque era español. En mi casa se respiraba españolida­d. Con padre gallego y madre asturiana, qué se podía esperar.

Lo cierto es que Iglesias me era muy familiar y cuando lo vi plantado frente a mí sólo pude salir corriendo a contarle a mi mamá. Sin dudas, ese fue el momento en que estuve más cerca del vestido de tafeta verde y el Marlboro en la boca.

Montañas de ropa

La tintorería era un negocio próspero en aquellos años. La gente se vestía bien, con telas naturales y nobles. Todo iba a parar a la lavadora industrial que limpiaba “en seco”, con solvente. Trajes, vestidos de novia, enormes cortinados, alfombras y manteles. Día tras día, montañas de ropa.

En Córdoba había muchas tintorería­s y a todas les sobraba trabajo: la Palermo y la Caseros eran las que más se nombraban como la competenci­a. La primera que don Otero puso al llegar a Córdoba fue La Española, en Independen­cia al 150, que luego mudó a la segunda cuadra de Alvear con el nombre de tintorería Gran Rex, hasta su último destino, en calle Salta.

Llegó a tener una casa central y tres sucursales: la del Pilar, en avenida Olmos; la Gran Rex, en Humberto Primero, y una más, a la vuelta de la casa de mi infancia, en barrio Maipú. Tenía cuatro repartidor­es y muchos empleados.

Mi papá había aprendido el oficio en la lavandería del hospital público de Macapá, una ciudad del norte de Brasil, a donde llegó a mediados de los años ’50 timoneando un barco desde el puerto de Dakar, en África, después de haber dejado España.

Luego perfeccion­ó el arte de la limpieza en Trenque Lauquen, provincia de Buenos Aires, hasta que inició lo que sería un pequeño imperio de jabones, desmanchad­ores y planchas a vapor en Córdoba.

La ropa también habla

Puede parecer simplista, pero estoy convencida de que algún investigad­or podría sacar buenas conclusion­es si analizara los cambios sociales desde la óptica de un tintorero. En su época de gloria, las tintorería­s se abarrotaba­n con los cortinados de terciopelo de las casonas de Nueva Córdoba, alfombras exóticas de lana y manteles de hilo bordados a mano, trajes de artistas de teatro, batas de cola para bailar flamenco como las de Nati Mistral, vestidos de novia con velos y lentejuela­s, sotanas y hábitos.

Quizá está de más aclararlo, pero en esos momentos las vocaciones religiosas abundaban, las telas eran de fibras naturales y los hogares de clase media alta se asemejaban bastante a los europeos.

Además, se respetaba el luto. Cuando alguien moría, familias enteras enviaban gran parte de lo que contenía su placard para teñirlo de negro. Los deudos pasaban meses mostrando el respeto por el difunto, y eso también afectaba al tintorero.

Cuando la Gran Rex se mudó a su morada final, en la década de 1990, los tiempos ya mostraban evidentes signos de cambio. La tintorería sumó venta de camisas y pantalones, como una manera de atraer a nuevos clientes. La gente se vestía cada vez más informal, con telas de algodón o sintéticas que resistían los embates de cualquier lavarropas y sólo enviaban a “limpiar en seco” tapados, corbatas y ambos. Así, la tintorería quedó destinada al aseo de ropa exclusiva.

Durante mucho tiempo me resultó curioso que los clientes se desentendi­eran de su propio vestuario. Aun en épocas de crisis, la gente no retiraba las prendas que había llevado a limpiar.

De pronto, los percheros se completaba­n de atuendos hermosos, comprados en el extranjero o en tiendas de marca, un imposible para la joven universita­ria que era yo entonces.

Ahora, años después, voy a confesar que miré con cariño, y más de una vez, algunos vestidos de las clientas. Incluso sugerí tomarlos prestados después de dos o tres años del abandono de sus dueñas que, claramente, no los extrañaban, necesitaba­n ni recordaban. Pero, como se imaginarán, jamás logré que el gallego dueño de la tintorería diera el visto bueno a esa humana tentación.

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