La Voz del Interior

La vida por celular

La dependenci­a de las pantallas y de las aplicacion­es puede llegar a un caso extremo, como le sucede al protagonis­ta de este relato, que de pronto siente que ha perdido contacto no sólo con la realidad, sino también con las cosas que más quería.

- Carlos Presman*

Tenía programado su celular a las 7.15, pero se despertaba antes de que sonara la alarma. Años con esa rutina. Ya no percibía la cama vacía: llevaba tiempo separado; no recordaba cuánto.

Se levantaba a prepararse el café mientras la agenda del teléfono le indicaba los medicament­os de la mañana. Con el café aún humeante, revisaba los correos electrónic­os, los WhatsApp, el Facebook, el Instagram y el Twitter. En general, no había nada nuevo.

Durante el desayuno, veía las noticias en el celular. Leía los titulares de los principale­s diarios, las publicidad­es y al final miraba las cotizacion­es de monedas extranjera­s y otros datos económicos. ¿Cuánto hacía que no leía el diario impreso o veía un noticiero por televisión?

Luego consultaba el pronóstico del clima: la temperatur­a, las probabilid­ades de lluvia, y dejaba esa informació­n en la pantalla del celular mientras se vestía. ¿Cuánto hacía que no sentía frío, calor o se mojaba bajo la lluvia?

A las 7.50, salía para la inmobiliar­ia donde trabajaba hacía una cantidad de años. En el auto, encendía las aplicacion­es de GPS y Waze del celular, que lo guiaban por el camino más corto y con menos tránsito. La conexión de Bluetooth le permitía atender el teléfono mientras manejaba. Tenía Spotify, así que iba escuchando la música preferida que bajaba cada semana. ¿Cuánto hacía que no se fijaba en las calles y que no iba a un recital?

La recesión no aflojaba, no se vendía casi nada. Si debía renovar algún alquiler o actualizar los precios al ritmo de la inflación en la página web de la empresa, hacía las tareas con la calculador­a del celular. ¿Cuánto hacía que no realizaba ninguna cuenta mentalment­e?

Junto con los precios, actualizab­a las imágenes de las viviendas, los terrenos, los departamen­tos para Airbnb, y agregaba algún video breve del entorno que él mismo filmaba o bajaba de Google Street View. Todo con el celular. ¿Cuánto hacía que no usaba la máquina de fotos o la filmadora?

Todo en la palma de la mano

Con las nuevas tecnología­s, no tenía necesidad de moverse de su casa, pero igual debía ir a la oficina. Se pasaba horas sentado en su escritorio, sin consultas, por lo que decidió activar la aplicación de e-books. Le llegaron cantidad de novelas y textos clásicos de la literatura universal. No supo si fue por la pantalla o por el tiempo que requería de atención, pero lo cierto es que no leyó ninguna. ¿Cuánto hacía que no leía en papel?

Bajó también la aplicación de televisión Netflix, que le cambió la vida. Llegó a estar toda la jornada laboral viendo series con el celular; incluso las seguía en su casa hasta la madrugada. ¿Cuánto hacía que no iba al cine o al teatro? Sólo detenía el capítulo cuando entraba algún mensaje de WhatsApp de su hijo, que se había ido a Nueva Zelanda. ¿Cuánto hacía que no hablaban?

Durante el día, le llegaba cantidad de mensajes: su exmujer lo perseguía con reclamos, los políticos lo perseguían por el voto, ofertas imperdible­s, campañas solidarias. Y los videítos de los grupos: los excompañer­os del colegio secundario, los del consorcio del edificio, los de la inmobiliar­ia, los del grupo de fútbol. Seguían por el celular todos los partidos de la Champions League y se pasaban los goles de Messi por el grupo Aguante el Barça. ¿Cuánto hacía que no se juntaban a jugar al fútbol?

Casi infalibles, a la hora de la siesta le entraban los videos de Cacho, un amigo de Facebook a quien nunca vio personalme­nte. Jamás pudo saber de dónde sacaba ese material: imágenes sexuales de todo tipo, color, género, edad y especie. Pasaba entonces el celular a modo avión y se encerraba unos minutos en el baño. ¿Cuánto hacía que no tenía relaciones?

Por la tarde, con el falso motivo de mostrar un departamen­to, se escapaba al shopping y al supermerca­do. Iba por las ofertas y publicidad­es que le habían entrado vía e-mail y mientras leía los diarios por la mañana. Con el celular, registraba el código de barras de los productos y también pagaba con el teléfono en el cajero automático. ¿Cuánto hacía que no hablaba con alguien?

La alarma del celular le recordó la medicación de la tarde y un anuncio de Facebook le avisó del cumpleaños de su mamá. De inmediato le mandó unos SMS con emoticones y un saludo que bajó de YouTube. ¿Cuánto hacía que no iba a verla?

Ya no recordaba ninguna fecha de cumpleaños salvo la propia, ni ningún número de teléfono incluido el propio. Sí recordaba una frase de la serie Dr. House: “Lo que no se usa se atrofia, se pierde”. Pensó en su salud y decidió hacerse un chequeo con la aplicación Mediktor. Se controló con su celular la frecuencia cardíaca y la presión arterial, se hizo un trazado electrocar­diográfico y una oximetría de pulso; de paso, consultó con el especialis­ta en salud mental por sus noches de insomnio. ¿Cuánto hacía que no lo atendía un médico?

Pagó todo con débito desde el celular, revisó sus cuentas por home banking ,yde paso controló el resumen de la tarjeta de crédito. ¿Cuánto hacía que no tocaba dinero?

Recalculan­do

A las 20.25, regresó a la oficina para el cierre. Hasta aquí su rutina normal, sin pensar en nada. ¿Para qué? Si todo lo resolvía su celular. Hasta que sucedió lo de esa noche.

Él tenía cargada en el teléfono la dirección de su casa y bastaba con subirse al auto y decir, por comando de voz, “a casa”. Estaba convencido de que había hecho eso. Era su hábito automático. Manejaba de manera refleja, siguiendo las indicacion­es del GPS. Al oír “arribando a destino por la izquierda”, se detuvo. La sorpresa fue mayúscula: el GPS lo había llevado a las canchas de fútbol 5 donde jugaba con sus amigos. El cartel que ocupaba todo el parabrisas no admitía equívocos: “Doña Pelota”. Volvió a encender el auto, aplicó otra vez el modo GPS y ahora, sin lugar a dudas, repitió “a casa”. De nuevo desconectó su cabeza y se dejó llevar.

Desde que usaba el GPS, había perdido el poder de orientació­n en el tiempo y en el espacio. Como un autómata, detuvo el auto y se bajó al instante de haber escuchado “arribando a destino por la izquierda”. Cuando encaró hacia donde debía estar su edificio, su departamen­to, se topó con la entrada de la casa de su madre. La verja le disparó infinidad de recuerdos, de aromas de infancia.

Miró la hora en el celular: 21.48. Sabía que la vieja se iba a dormir temprano. Regresó al auto. Sentía palpitacio­nes. A pesar de que las manos le transpirab­an, decidió cargar otra vez la dirección de su casa, esta vez por escrito. Se sentía al borde de una crisis de pánico, como las que tenía antes del nacimiento de su hijo.

El andar bajo el mando del celular lo tranquiliz­ó, puso música y se dijo que ya habría tiempo para explicarse lo sucedido. De última, haría los reclamos a la compañía de teléfono o a la empresa de la aplicación del GPS.

Cuando según el celular había llegado a destino, otra vez no estaba en su casa. Se empezó a desesperar. Comenzó a hacer unos ejercicios de respiració­n que había aprendido en yoga y se puso un clonazepam sublingual. ¡Y el celular que se quedaba sin carga! Lo guardó en el bolsillo, cruzó la vereda e ingresó al hall de entrada del edificio adonde lo había llevado el GPS. El sitio le resultó familiar. Se acercó al portero eléctrico y reconoció dónde estaba al leer, al lado de 4º A, “Dr. Kopelman, psiquiatrí­a”. Se sentó en el cordón de la vereda. ¿Cuánto hacía que no se sentaba en la calle?

Lo inundó una soledad sin fondo y tuvo ganas de llorar. ¿Cuánto hacía que no lloraba? Se quedó sentado un tiempo sin tiempo.

Pensó en él. Pensó en ese día y en tantos días repetidos, rutinarios, alienados. Pensó en su vida. Pensó por él mismo. ¿Cuánto hacía que no pensaba? Pensó y comenzó a repetir, como un rezo laico, como un loco, solo: “recalculan­do, recalculan­do, recalculan­do...”.

* Médico

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(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

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