Democracia es reformismo
A mitad de su mandato, relativamente fortalecido por las elecciones legislativas, Mauricio Macri decidió apostar su liderazgo a un proyecto que parece pequeño e irrelevante, fruto de las circunstancias: sentar las bases de un consenso político y social que haga viables reformas que, a su vez, fijen un rumbo previsible para la Argentina de los próximos años, gobierne quien gobernare.
En minoría desde donde se lo vea, tanto en el Congreso Nacional como en los gobiernos provinciales y municipales, pero también en el ya famoso “círculo rojo” que aglutina a los sectores de poder, e incluso con ciertas turbulencias al interior de Cambiemos, hay quienes entienden que el presidente Macri busca curarse en salud: ante la contundencia de los números, aun en su mejor momento, no tiene otra opción que acordar con parte de la oposición para que se aprueben sus leyes en el Parlamento.
Entonces, transforma ese defecto en virtud y envía a sus ministros a redactar las reformas (fiscal, previsional y laboral, por ahora; ya vendrán la política y otras) con los gobernadores y los legisladores del peronismo, más los representantes de los trabajadores
La perspectiva reformista Bautizado como “reformismo permanente”, si se lo mira más en detalle, el proyecto contiene todos los principios filosóficos del gradualismo: nadie va “por todo”; nadie plantea, entonces, una reforma total y definitiva, sino que elabora con el otro una reforma posible y parcial, a partir del acuerdo que pueden suscribir hoy.
Si es necesario, las modificaciones se pautan en el mediano plazo, en vez de empezar a regir de golpe desde mañana; y siempre se parte de diagnósticos realistas, no de meras posiciones ideológicas.
Implícitamente, el proyecto prevé que la siempre posible alternancia de gobierno se dará entre las fuerzas dialoguistas. Si esto se cumpliera, la futura administración seguiría el rumbo acordado con la actual; impondría su propia secuencia y su velocidad, establecería sus prioridades, pero no abandonaría el sendero. Luego, Argentina dejaría de pendular de un extremo al otro con los cambios presidenciales.
Visto así, es un grosero error de apreciación creer que se trata de algo menor e irrelevante, definido por puro pragmatismo. Es, para que se entienda, una apuesta a un cambio político y cultural sustantivo, que pone en valor la razón de ser de la democracia misma.
Aunque parezca mentira, nunca hemos entendido que la democracia es esto: convivencia, diálogo, consenso, reforma y gradualismo, entre liderazgos políticos parciales y coyunturales que, más allá de sus lógicos intereses sectoriales, pueden privilegiar el bien común y obrar en consecuencia.
Un nuevo sistema
En La invención de la Argentina, Nicolas Shumway describe tres grandes deformaciones de nuestra cultura política:
1) Como tendemos a creer que unos tienen toda la razón y los otros están totalmente equivocados, pensamos que la única solución es “la eliminación de una de las partes para que sobreviva la otra”.
2) En esas condiciones, “el acuerdo y la inclusión se vuelven sinónimos de renuncia y pecado”, o sea que el consenso, diálogo mediante, es valorado negativamente, más como “un abandono de los principios que como un principio de negociación”.
3) Por lo tanto, entre nosotros, al revés de lo que pasa en el resto del mundo, la palabra “intransigencia” remite a “principismo, moralidad y una defensa purista de la verdad”.
Esa excéntrica cultura política siempre es terreno fértil para la “teoría del conflicto”. Hay quienes creen que la protesta y la confrontación son la única vía para demostrar que el poder no tiene una efectiva respuesta a las demandas democráticas de ciertos sectores supuestamente postergados. Por eso, ante la protesta, el poder sólo puede reprimir; entonces, si en vez de dialogar se profundiza el antagonismo, finalmente se consolida un actor político capaz de liderar la radicalización del conflicto hasta la conquista del poder, que es la única forma de hacer realidad la demanda en su totalidad.
Al menos desde la década de 1970, Ernesto Laclau, el filósofo de cabecera del kirchnerismo, insistió en ese punto. Por ello, no es casual que ahora el kirchnerismo quiera discutir el perfil legislativo del peronismo para tratar de restarlo de la mesa de diálogo con el oficialismo, con el argumento de que dialogar y acordar es cogobernar.
El reformismo permanente, entonces, reorganizará al sistema político en dos grandes bloques: los moderados y dialogantes contra los extremistas amantes del conflicto.
Estos buscarán tildar de espurio el acuerdo de aquellos (la alusión a la “Banelco” de Pablo Moyano), y algunas ambigüedades de los moderados trabarán el tratamiento efectivo de las reformas anunciadas (el cajoneo senatorial de la reforma laboral hasta febrero).
Por momentos, esta danza y su contradanza alterarán el humor social, sin dudas. Pero, en última instancia, si la sociedad es paciente y decide acompañar mayoritariamente esta propuesta, el cambio de nuestra cultura política será el mayor legado que dejará Macri al final de su período.
MACRI APUESTA SU LIDERAZGO A FAVOR DE UN PROFUNDO CAMBIO DE NUESTRA CULTURA POLÍTICA, EN SINTONÍA CON LA ESENCIA DEL SISTEMA DEMOCRÁTICO.