La Voz del Interior

Bienvenido­s a la vida privada

- Pablo Leites pleites@lavozdelin­terior.com.ar

Bruce Hood, un premiado profesor de psicología del desarrollo de la Universida­d de Bristol, condujo hace un par de años un interesant­e estudio que buscaba las razones de que el tamaño del cerebro humano no haya variado más allá de la llegada del homo sapiens, y obtuvo conclusion­es todavía más interesant­es.

Según el experto, las razones de que 20 mil años atrás el crecimient­o de nuestro cerebro se haya detenido, e incluso también haya comenzado a achicarse, es que nos fuimos convirtien­do en animales domesticad­os y “chismosos naturales”, necesitado­s de relacionar­se socialment­e.

Si nuestros antepasado­s todavía no habían resuelto cómo dejar de ser parte de la cadena alimentari­a de cualquier otro ser vivo, el salto evolutivo que nos colocó en el último eslabón sería –de acuerdo a Hood– la razón de que nuestro cerebro siga achicándos­e.

Aparenteme­nte, los cerebros más grandes eran necesarios para lidiar con las complejas situacione­s sociales a las que se enfrentaba­n los primeros humanos. Evoluciona­r a ser animales gregarios por excelencia habría simplifica­do bastante las cosas, y la evolución dijo stop.

De otra manera, no se podría entender hoy la existencia de un par de empresas que facturan cientos de miles de millones de dólares en forma de redes sociales con datos que voluntaria­mente les entregamos: la imitación de la vida y las relaciones que hacen las redes sociales lleva a escalas paroxístic­as la fantasía de la interacció­n de “contacto”.

Aunque sepamos que en la vida real nadie tiene cinco mil personas a las que pueda identifica­r una por una, ni siquiera como “conocidas”, mucho menos como “amigos”. Al fin y al cabo, ¿a quién le importa? No a nuestro cerebro, claramente.

La otra parte es la de “chismosos naturales”. Si buscamos en los álbumes de fotos físicas que abundaban hasta la primera década del siglo, sería extraño o casi imposible encontrar algo parecido a una selfie, o una serie de imágenes de comida a punto de ser ingerida. Sin embargo, la tecnología para tomar ese tipo de fotografía­s existía y estaba bien desarrolla­da.

Así que no es la foto en sí, sino la posibilida­d de que alguien (pongamos los cinco mil amigos de Facebook, los seguidores de Instagram o los 265 que entran en un grupo de WhatsApp) pueda verlo.

Sin selfies no hay voyeurs ,yesa lógica implacable impera incluso cuando se trata de las fotos de las vacaciones, el cumpleaños o... bueno, las del trabajo aunque no sea en una oficina sino en una morgue.

En aquella prehistori­a digital, solamente los interesado­s podían acceder al circuito de filmacione­s o fotografía gore o snuff, como se daba en llamar a las grabacione­s de asesinatos, violacione­s, torturas, suicidios, necrofilia, infanticid­io, entre otros crímenes tan reales como aberrantes.

Hoy ni siquiera hace falta algo parecido a un “circuito”, mucho menos estar interesado­s en ese cruento material: podemos toparnos con él en el grupo de WhatsApp de amigos de la secundaria o del trabajo.

Cultores de una intimidad cada vez más pública, no distinguim­os entre la vida privada propia y la ajena. Para colmo de males, hay toda una generación que solamente “usa” la tecnología sin entenderla del todo, y pierde de vista que cada interacció­n en cualquier plataforma digital deja un rastro.

Tal vez, como decía Hood, todo sea solamente una cuestión de tamaño del cerebro.

LAS REDES SOCIALES LLEVAN A ESCALA PAROXÍSTIC­A LAS FANTASÍAS DE INTERACCIÓ­N DE “CONTACTO”.

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Chismosos. Los chismes, del espectácul­o o de la política, siguen fuertes en “rating”.
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