La Voz del Interior

Noche de paz

- Jorge Londero Nostalgias cordobesas jlondero@lavozdelin­terior.com.ar

Bien puede decirse que la Navidad es una fiesta muy bien programada. Tal vez sea la más planificad­a de todas las celebracio­nes familiares. La organizaci­ón comienza muchas semanas antes y comprende la sede, el menú, los invitados, la decoración, los regalos y la vestimenta, entre muchos otros aspectos.

Una familia puede hacer todo para lograr paz y felicidad en ese momento tan esperado, pero nada les garantiza el éxito. Y mucho menos los pone a salvo de la posibilida­d de un rotundo fracaso.

Sin embargo, todo imprevisto puede llevar a una experienci­a inolvidabl­e. Algo así me sucedió a fines de la década de 1970.

Mis padres se habían separado a comienzos de ese año, y mi madre había decidido que la Navidad era un buen momento para introducir en la familia a su “amigo”, tal como denominaba a su nuevo enamorado.

Por su parte, mi padre había decidido que la Navidad era un buen momento para intentar una reconcilia­ción familiar.

Por decisiones tan diferentes como esas, fue que mis padres se separaron, a lo que deberíamos sumar que tampoco eran de comunicars­e las decisiones.

Por lo tanto, mamá había preparado la mejor de las mesas, con la más cuidada decoración y el más tentador menú. A las 10 de la noche en punto, nos citó a todos a la mesa, incluso a su “amigo”, que ocupó la cabecera de la mesa, vacante desde hacía varios meses.

A eso de las 22.30, cuando se retiró la vajilla de la entrada para dar paso a un fantástico plato principal, un largo timbre nos sorprendió. Fui el designado para ver quién era. Acerqué mi ojo a la mirilla con la ilusión de que fuera el Niñito Dios o Santa Claus. Era papá, y no Noel. Papá a secas.

No podía dejarlo entrar. No encajaba en la escena. Me acerqué a la mesa y anuncié: “Ya vengo”, tras lo cual salí, cerré la puerta y le propuse a mi padre un paseo para charlar.

Logré llevarlo hasta la parada del ómnibus, pero pasadas las 11 entendimos que el 100, el único colectivo que entraba a barrio Los Granados, ya no circulaba. Él propuso regresar a casa porque no quedaba otra. Le dije que era mejor caminar hasta Maestro Vidal, porque allí pasaban más colectivos. Llegamos como a las 11.30, pero ya no circulaba ninguno; sólo pasaban algunos taxis ocupados.

“No quiero estar acá a las 12”, anunció mi papá, y se alejó caminando. Faltaban apenas dos minutos para esa hora en la que todos se saludan. Yo estaba a más de 20 cuadras de casa. Ya no llegaba. Me senté entonces en el cordón de la vereda y me entregué a la experienci­a.

Sólo alguno que otro estallido de cohete aislado rompía el imponente silencio. La noche era clara, pero se sentía oscura. Suspiré; los ojos se me pusieron vidriosos.

Estaba más sólo que nunca, pero la esquina de Vidal y Luis Agote me abrazó fuerte. Una intersecci­ón cualquiera de un barrio que no era el mío se había apiadado de mí. Esa noche me enamoré de mi ciudad, porque estuvo allí cuando más la necesitaba.

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