La Voz del Interior

Los regalos de Papá Noel

- Enrique Orschanski Pensar la infancia

Como cada diciembre, Noel comenzó los preparativ­os para una nueva excursión navideña. Desbordaba alegría frente a la montaña de cartas que había recibido; sin embargo, mientras las leía su ánimo iba decayendo. Los pedidos de los chicos eran complejos y difíciles de cumplir.

Preocupado, limpió sus anteojos y se sentó a revisar algunas cartas.

“Papá Noel: este año tampoco fui al cole, pero conseguí trabajo en un taller. ¿Me traerías una caja de herramient­as? Un abrazo. Carlitos, de Mendoza”.

“Señor Noel: disculpe la hoja; no es fácil conseguir cosas limpias acá. Solamente le pido volver a ver a mis papás. Gracias. Faruk, de Alepo (hoy, en un campo)”.

“Querido Santa: este año me porté bien. Te pido que cuando vengas, hables con mis papás para que no se peleen tanto. Gracias. Ariel, de Concordia”.

“Don Santa Claus: le pedimos lluvia. Los pozos se secaron y necesitamo­s agua nueva (para los animales y para nosotros). Mil gracias. Jasir, de Kenia”.

Abrumado, Noel apoyó los papeles sobre la mesa y salió a buscar aire fresco. La noche era clara y las estrellas lo distrajero­n. ¿Cómo responder?

Recordaba otros diciembres con chicos en peligro, acorralado­s por guerras, abandonos y soledades; aunque estos pedidos –los que ahora releía– sonaban a lamentos sin esperanza.

Añoraba las épocas de ingenuas cartas en las que le pedían osos de peluche, autitos o muñecas.

Decidió descansar; tal vez eso ordenara sus pensamient­os.

La mañana siguiente comenzó luminosa; el ánimo era distinto. Desayunó sabiendo que la respuesta rondaba cerca.

Cumplió la rutina de separar papeles, moños y cintas de envolver; luego cepilló y alimentó a los renos. Entonces, su plan comenzó a definirse.

“¿Cómo no lo había imaginado antes?”, pensó.

Reunió de inmediato a su equipo de trabajo y, sin ahorrar detalles, explicó la idea. Este año cambiarían de objetivo: los regalos no serían destinados a los chicos, sino a los adultos.

Apenas escucharon el proyecto, sus ayudantes se plegaron al entusiasmo del jefe y, separados en dos grupos, comenzaron a trabajar.

Un grupo se dedicó a fotocopiar cartas que habían recibido; no todas: las significat­ivas, las que preocupaba­n, las que pedían ayuda.

Otro grupo reunió cajas y comenzó a llenarlas con esas cartas, cuidando de incluir de diferentes orígenes.

En reunión general, votaron qué adultos las recibirían.

Eligieron primero a padres y a madres; no a todos, sino a aquellos que parecían confundir las prioridade­s sin estar disponible­s para sus hijos. Tal vez “leer” a los chicos les devolvería las ganas de compartir, de no dañar, de cuidar.

Otras cajas serían para algunos gobernante­s; funcionari­os que suelen hablar de la niñez sin conocerla. Quizá al recibir las cartas dejarían por un momento de pensar en ellos mismos y descubrirí­an cuántas infancias viven sepultadas bajo la pobreza, el trabajo esclavo, con educación deficiente y en ciudades inseguras.

Varias cajas se destinaría­n a funcionari­os encargados de migracione­s, esos misterioso­s personajes que deciden quién entra a su país y quién no; quién vive y quién no.

Separaron cajas especiales para aquellos políticos que discuten serios acuerdos sobre el calentamie­nto global y después no los firman.

“Todos recibirán regalos –pensaba Noel–; nadie podrá resistir la voz de los chicos”.

Él armó personalme­nte los últimos paquetes. Eligió cada carta, las envolvió con cuidado y escribió como destinatar­io: “A quien correspond­a”.

Sin nombre ni dirección, estos obsequios serían repartidos al azar, dejándolos en portales, ventanas, escuelas, hospitales y plazas.

Tal vez quienes los recibieran comprender­ían el mensaje y podrían pensar de nuevo en la niñez como cimiento.

Con todo listo, Noel agitó las riendas y partió. Dudando hasta el último instante por haber cambiado una rutina tan antigua; también, por no saber cómo aceptarían los chicos la novedad.

Pero si de algo estaba convencido era de que sin cambios no habría futuro.

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