La Voz del Interior

Violencias contra la democracia

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El mesianismo no ha variado en siglos sus elementos constituti­vos: la negación de la realidad y la certeza de que se posee una verdad de raíz divina son algunos de los más notorios, sin olvidar la íntima e indisimula­da convicción de que la humanidad toda está equivocada.

Las izquierdas argentinas no escapan a ese pecado original que exhiben como una condena, que las sociedades deben digerir en un difícil ejercicio de tolerancia. Esa tolerancia que ellos ignoran.

Siempre aferrados a la promesa de un paraíso terrestre que a lo largo del siglo pasado fracasó en todas partes, minoritari­os pero empecinado­s y autoerigid­os en voceros de la voluntad del pueblo y los reclamos de las masas, siguen proponiend­o una sociedad basada en el equitativo reparto de la pobreza.

Ni por accidente han podido, en los complejos tiempos que van desde 1973 hasta el presente, formalizar alguna propuesta viable sobre tema alguno, ratificand­o lo que todos sospechamo­s: que jamás tuvieron verdadera vocación de poder. Les alcanza con tener razón a como dé lugar, aun cuando para ello deban alterar toda regla lógica. Y legal, por supuesto.

El caso del militante Sebastián Romero, el de la muy difundida foto en la que arroja un explosivo con un mortero (una bazuca tumbera), bastaría por sí solo para trazar el diagnóstic­o de una enfermedad políticame­nte terminal. Según el órgano partidario Prensa Obrera, el sujeto es víctima de una persecució­n que busca instalarlo como un violento, cuando “sólo” estaba arrojando un fuego de artificio.

El problema es que estas declaracio­nes las suscriben también algunos personajes que revisten chapa de legislador­es, dispuestos a prohijar el asalto del Congreso de la Nación en nombre de oscuras causas que sólo ellos conocen, mientras califican como represor, genocida y un largo etcétera a un gobierno elegido democrátic­amente, a la vez que facultan a los suyos para el ejercicio de toda clase de violencia. El argumento es simple y peligroso: la violencia en manos del pueblo no es violencia, sino justicia.

En su habitual doble estándar, el discurso de las minorías extremas del arco político argentino agobia por su simplismo tanto como por su profunda deshonesti­dad: sus representa­ntes se hacen votar para acceder a un Parlamento que desprecian y al que clausurarí­an si pudieran.

Estas formas fascistas de nuestra izquierda vienen sirviendo desde hace décadas a intereses no declarados, provocador­es profesiona­les, becarios del desorden, trabajador­es del caos, asalariado­s de la anarquía. Nada en sus actos es gratuito.

La sociedad argentina tiene en esta materia una deuda pendiente que urge saldar: el rechazo absoluto a los violentos y el reclamo por el pleno imperio del estado de derecho.

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