La Voz del Interior

Mi pájaro favorito

¿Cómo identifica­r un ave por su canto? A través de un trayecto de años, que involucra a sus recuerdos y a sus seres queridos, el autor va en busca de un nombre que le dé forma a un fantasma con alas.

- Martín Cristal Especial

Había programado volver a la Argentina justo para mi 31° cumpleaños. Por esa logística infernal de los pasajes baratos, no pudo ser: pasé mi cumpleaños en el avión. Llegué a lo de mis padres un día más tarde.

Agotado, subí a “mi” habitación. Era, sí, la habitación donde estaban mis cosas de la infancia y de la adolescenc­ia, pero no la sentía mi habitación, porque mis padres se habían mudado a esa casa muy poco antes de mi partida. Salvo por el hecho de volver a estar en una misma casa con ellos, el resto del lugar me resultaba un tanto ajeno. De todos modos, el cansancio no me dejó reparar en eso: dormí como un tronco hasta la mañana siguiente.

Temprano, me despertó el zureo de unas palomas, provenient­e de una zona del techo cercana a mi ventana. Al abrirla, me sorprendió una mañana primaveral, muy calurosa: había pasado del otoño boreal a la primavera austral en una sola noche.

Las palomas estaban cerca, muy afincadas en un valle de tejas. No es que en México no hubiera palomas, pero en mis últimos años allá había vivido en un edificio céntrico patinado de esmog que, por alguna razón, no era visitado por ratas voladoras. Y no me refiero a los murciélago­s (que sí los había), sino a las palomas: si alguien cree que mi pájaro favorito son las palomas, no me conoce en absoluto.

Detesto las palomas. Sin embargo, su arrullo –esa especie de gárgara opaca con agudos autocompla­cientes– volvió a mí esa mañana como la punta de lanza de un paisaje sonoro familiar. Fue apenas un comienzo, una señal de ajuste que, a pesar de resultarme agradable (esa única vez), no me produjo ni una centésima de la satisfacci­ón que me floreció en los oídos al escuchar el sonido de otro pájaro, un minuto después.

Llegó desde un árbol enorme que había en la casa vecina. No alcanzaba a ver al pájaro entre el alto follaje. En ese momento me di cuenta de que nunca en mi vida había podido verlo: no sabía cómo era ese pájaro, cuyo canto de pronto me había resultado tan entrañable, la mejor bienvenida que hubiera podido pedir.

Poco después sonó de nuevo: cuatro o cinco pares de notas, en las que la primera de cada par era más grave que la segunda. A su vez los pares estaban ligados en una escala decrecient­e, con un tempo cada vez más acelerado, hasta deformarse en una sarta de graznidos bastante poco musicales.

Era la contraseña de las siestas veraniegas de mi infancia. ¿Las chicharras al atardecer? Reinas y señoras del verano, por supuesto; sin embargo, el dueño del aire en esas siestas de mi niñez era el canto de este pájaro (cuyo campeonato entre tanto silencio caluroso sólo podía ser disputado por el pregón del heladero, cuando pasaba en bicicleta anunciando: hay-crema-palito-bombón-heladoooo...).

Todo eso volvió de golpe con el canto de un pájaro invisible.

Estaba otra vez en mi casa.

Una investigac­ión muy lenta

Son bloques fundamenta­les, mínimos comunes denominado­res, sensacione­s básicas que conforman la propia vida. Y sin embargo, no les prestamos atención. Al menos yo no salí de inmediato a averiguar qué pájaro era ese: me contenté con haberlo escuchado de nuevo. Y después, me olvidé.

Años más tarde, trabajaba en un estudio ubicado en una calle de barrio alejada del tráfico. Con los calores crecientes de la primavera, a veces me sorprendía el canto de ese pájaro a mis espaldas. Entonces salía al balconcito y trataba de ubicarlo en los paraísos que bordeaban la curva de esa calle. Pero nada: nunca lograba verlo. Al cabo de unos minutos, los pendientes laborales me hacían volver a la computador­a.

¿Cómo buscar el canto de un pájaro en internet? Se puede buscar el nombre de un pájaro y desde ahí rastrear un archivo de audio o un video donde esté su canto. Incluso se puede buscar el pájaro con una foto: mediante la función de buscar imágenes similares, con algo de suerte se puede dar con alguna página donde aparezca el nombre del pájaro, y ya con él dar con una grabación para escucharlo cantar. Pero al revés, es decir, partiendo desde el sonido, me resultaba imposible dar con el nombre del ave.

Cierta vez traté de imitarlo frente a mi padre. Silbé como pude esas corcheas unidas que iban rengueando pentagrama abajo hasta degradarse en un graznido rasposo. ¿Qué pájaro podría ser?, le pregunté. Es una urraca, me dijo él.

No sé bien por qué a mí la palabra “urraca” me sonaba a un pájaro cuyo canto, necesariam­ente, tenía que ser mucho más feo que el de mi pájaro favorito. Es más: respecto de la urraca casi ni pensaba en un canto propiament­e dicho, sino en “el grito de un pájaro”, como suele decir Borges en sus textos (de paso: Borges también menciona “la devastació­n de la urraca”, que le dejó “un antiguo miedo” en su sangre; lo hace al recordar el jardín de su casa en el poema “Curso de los recuerdos”, en Cuaderno San Martín, de 1929).

Según yo, un pájaro llamado “urraca” sólo podía gritar. Sin embargo, fui a YouTube y puse “urraca cantando” en el buscador. Apareciero­n varios videos.

No era un grito: la urraca cantaba. Sólo que su canto, definitiva­mente, no era el mismo que me había dado la bienvenida aquella mañana.

Diez años después

Seguía sin saber cuál era mi pájaro favorito, cuando me invitaron a la Feria del Libro de La Cumbre para charlar sobre mi novela Las ostras.

Después se presentaba un libro sobre aves locales. Había dos expertos. Biólogos.

Cuando terminó la presentaci­ón, decidí preguntarl­es. Me acerqué a uno y, de nuevo, imité el canto lo mejor que pude, salvo que esta vez lo hice frente a desconocid­os y en el lobby de un hotel.

La gente se daba vuelta para verme. Lo mío no era nada melodioso. No era ese ruiseñor tan popular en los poemas extranjero­s, ni siquiera un canarito cantor. Yo trataba de que sonara como un lamento menguante, pero me salía algo parecido a los chiflidos de la garrotera del Chavo del Ocho, terminados en un chirrido de bisagra sin engrasar.

Mi canto fue cualquier cosa. Y, por ende, lo que me dijo el biólogo, también. Una nueva búsqueda en YouTube lo certificó.

De mi pájaro favorito, ni pistas.

El mes pasado

Llevaba a mi hija al jardín de infantes. Íbamos por una calle de barrio, preciosa, un verdadero túnel de árboles. Era un día de mucho calor... y el pájaro volvió a cantar.

Uno. Y enseguida, otro. En algún punto de esa cuadra.

Tras dejar a mi hija, volví por el mismo camino. Esta vez decidí no moverme de ahí hasta verlo.

Ubiqué la fuente: los pájaros estaban en un pino muy alto.

Me quedé debajo de ese pino durante una hora. Esperando.

Sin biólogos. Sin YouTube. Sin padre ya. Como el Forrester de Gus van Sant: encerrado en mí mismo, pero atento a los pájaros.

Sólo que el Forrester que interpreta­ba Sean Connery tenía binoculare­s. Yo, nada. Entre las ramas más altas, apenas alcancé a ver una cola larga. De color beige, me pareció, con pintitas marrones. Nada más. Desde ahí abajo nunca pude verles la cabeza.

Cuando ya me dolía el cuello, me fui a mi casa. Derrotado.

Pero después pensé: al menos esta vez tengo una pista. Podría buscar de lo general a lo particular.

Googlié “pájaros de Córdoba” y otras variantes de lo mismo. Así di con la imagen de un póster titulado “Aves más comunes en Ciudad Universita­ria (UNC)”. Ahí figuraban, dibujados, los pájaros que suelen verse en el campus de nuestra Universida­d Nacional. Los dibujos me recordaban a los de Axel Amuchásteg­ui, un pintor cuyas obras mi papá había exhibido en su galería de arte. Todos los pájaros figuraban con nombre vulgar y científico.

El campus de la universida­d no está lejos de mi casa, así que alguno de esos pájaros podía ser el mío. Empecé a buscar colas largas con pintitas marrones.

Encontré tres candidatos. Primero, descarté una golondrina parda (Progne tapera). Después, un chimango, por el que se ve que nunca vale la pena gastar pólvora.

El nombre científico de mi tercer candidato era Guiraguira . Fui rápido a buscarlo con su nombre vulgar.

Nunca un video de YouTube me dio tanta emoción.

Fin de la búsqueda

Era ni más ni menos que un pirincho. Ave que –como muchas otras cosas– yo había conocido primero como lector: en casa teníamos un libro que había sido de mi mamá cuando niña. Era Juan Pirincho, de Constancio C. Vigil (el fundador de la famosa Editorial Atlántida –de donde salieron revistas como El Gráfico, ParaTi o Billiken–, también autor de clásicos de la literatura infantil como La hormiguita viajera y El mono relojero).

Según Wikipedia, en Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe el pirincho es conocido como urraca, porque los primeros inmigrante­s europeos lo vieron parecido a las urracas del viejo continente. De ahí, segurament­e, que mi padre me dijera que era una urraca.

Aprendí, además, que el pirincho es pariente del cucú. Come bichos, ranas e incluso pájaros más chicos; también ratones y pequeños mamíferos.

Con ojos de asombro perpetuo y un copete punk impeinable, no es un pájaro muy agraciado. Su canto tampoco lo es. Especialme­nte al final, cuando se vuelve, sí, casi un grito.

Pero así y todo, hoy, a mis 45 años, es mi pájaro favorito.

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