La Voz del Interior

El dilema de Juan

- Esteban Dómina*

Juan cumplió 65 años hace algunos meses. Según la ley, al fin estaba en condicione­s de jubilarse. Sin embargo, antes de dar ese paso sin vuelta atrás, quería saber cuánto cobraría, y si él y su mujer podrían vivir sin apremios con eso.

“Aporté durante más de 40 años, debiera alcanzar –piensa–, es mucho más de lo requerido”. Pero aún no está seguro; es que vive en la Argentina, donde todos esos años en que entregó parte de su salario, los gobiernos usaron la plata para otras cosas. Y la inflación causó estragos.

Juan empezó a trabajar como aprendiz a fines de la década de 1960. Cobraba en “pesos moneda nacional”, hasta que al cabo de unos meses le comenzaron a pagar el salario –reducido en dos ceros– con unos billetes que llevaban estampada la leyenda “pesos ley 18.188”. No alcanzó a acostumbra­rse a correr la coma, cuando los sustituyer­on por otros llamados “pesos argentinos”, rebanados esta vez en cuatro ceros.

Él era obrero, no economista; no sabía si aquellos cambios afectarían sus aportes ni si, a la hora de jubilarse, recuperarí­a todos esos ceros mutilados en el camino. Sólo pensarlo le causaba una incómoda sensación de vértigo.

Lo que más le afligía eran los comentario­s que escuchaba a diario, eso de que las cajas estaban fundidas y, más aún, comprobar que lo que cobraban los mayores de la familia no les alcanzaba ni para los remedios. Del prometido y declamado 82 por ciento móvil, ni noticias.

Responsabi­lidades

Los gobiernos de turno, civiles o militares, culpaban a los anteriores del vaciamient­o de las cajas. En realidad, a Juan no le importaba demasiado quién era el responsabl­e del desquicio: lo que él quería saber es si correría la misma suerte que sus mayores.

Un buen día, el patrón le pagó la quincena en “australes”. La suma le pareció exigua; le faltaban otros tres ceros. Se quedó un buen rato mirando, alternativ­amente, a los flamantes billetes y al patrón, que se encogió de hombros y le pidió que los contara.

“Usted me hace los aportes, ¿no?”, preguntó Juan, luego de firmar el recibo y guardar la plata en su bolsillo. “Por supuesto, ¿qué te pensás?”, contestó el otro, con un dejo de fastidio.

No se lo dijo, pero se había enterado de que muchos que se presentaro­n a iniciar el trámite se encontraro­n con que algunos patrones no habían depositado las retencione­s. Y, al parecer, no había nada que hacer; era una estafa, y lo único que cabía era denunciarl­os. Para colmo, algunos empleadore­s habían quebrado y otros ya estaban muertos.

No pasó tanto tiempo para que su salario perdiera otros cuatro ceros. “¿Qué pasó?”, preguntó Juan, desconcert­ado. “Otro cambio de moneda –le respondier­on–; pero quedate tranquilo, que esos son como dólares”.

Juan volvió a mirar los billetes que tenía en sus manos y leyó: “pesos”. Además, el que estaba en la foto no era Washington ni Franklin: era uno de los nuestros. “¿Dólares?”, replicó, incrédulo. “Sí, son como dólares. Si vas al banco, te los cambian por dólares verdaderos, uno a uno”. Juan se retiró sin entender muy bien la cosa. El del billete era de acá, estaba seguro. “¡Un peso, un dólar!”, le gritó el pagador antes de que se perdiera de vista.

Sin embargo, no tardó en comprobar que los jubilados de entonces no cobraban en dólares, porque la televisión devolvía cada miércoles la imagen de una señora mayor, desdentada, que capitaneab­a un contingent­e de viejos que, apostados frente al edificio del Congreso, reclamaban el quimérico 82 por ciento móvil.

Más cambios

Juan tuvo un momento de zozobra cuando, allá por 1994, el contador lo llamó y le dijo que tenía que optar. “¿Optar?”, repitió él, confundido. El contador se reclinó en su silla y le explicó que el gobierno había reformado el sistema previsiona­l y ahora, en lugar de uno, había dos sistemas, uno público y otro privado. “¿Y cuál es mejor?”, atinó a preguntar, desconcert­ado por la novedad.

“A ver, andás por los 50... Yo, en tu lugar, me quedaría en el público”. Y Juan se quedó, nomás, en el sistema de reparto. Sus compañeros más jóvenes optaron por el sistema privado, convencido­s de sus publicitad­as bondades. Le quedaba el consuelo de que se mantenía el asunto ese del uno a uno que, según le dijeron, se respetaría a muerte, porque nadie se animaría a tocarlo.

La ilusión le duró hasta el 20 de diciembre de 2001. Esa noche, después de que apagó el televisor, no pudo dormir. Las imágenes que acababa de ver –cacerolazo­s, tumultos, represión, helicópter­o– lo llenaron de malos presagios. Enseguida llegaron la devaluació­n y la pesificaci­ón, algo que Juan no entendió hasta que se lo explicaron.

Entonces, comprendió que su jubilación sería en pesos de acá, nada de dólares ni cosa parecida. Y cuando cobró la siguiente quincena, comprobó que su salario había caído a un cuarto de su valor anterior, porque los arbolitos cambiaban un dólar por cuatro pesos.

Al cabo de unos meses, durante una cena familiar, el cuñado de Juan, uno de esos que se las saben todas, se quejaba amargament­e por haber optado por una aefejotapé. Juan le preguntó por qué, si todos decían que manejaban mejor la plata que el Estado, que la usaba para otros fines.

Fastidiado, el hermano de su mujer le explicó que las AFJP tenían colocados los fondos en títulos públicos, que después del default decretado por el gobierno valían la mitad. Juan quiso saber qué pasaría el día que su cuñado tuviera que jubilarse, pero no se lo preguntó para no abrumarlo.

Tantas dudas

Esa noche, cuando se metió en la cama, Juan suspiró aliviado porque al menos había zafado de

LOS GOBIERNOS DE TURNO, CIVILES O MILITARES, CULPABAN A LOS ANTERIORES DEL VACIAMIENT­OS DE LAS CAJAS.

una. Pero no pudo conciliar el sueño: le vino a la mente la imagen de su pobre padre que, después de trabajar toda su vida, terminó cobrando la jubilación mínima, pese a que había aportado para más. De no ser por la ayuda de los hijos, la hubiera pasado mal. ¿Le esperaría lo mismo a él?

Un día, esperando la cena, leyó en un diario que la jubilación privada no iba más, que ahora todos volvían al sistema público. “¿Todos? ¿Los que optaron por quedarse en el privado también?”, preguntó a su mujer. “Así dicen, incluido mi hermano”, respondió ella, mientras ponía la mesa. “¿Y eso es bueno o malo?”, fue lo único que se le ocurrió en ese momento.

Todo siguió como siempre. Muchos jubilados recurriero­n a la Justicia para reclamar por sus derechos. El planteo llegó a la Corte Suprema, que a fines de 2007 se expidió a favor de uno de ellos: Adolfo Valentín Badaro. Parecía que las cosas comenzaría­n a enderezars­e. Pero no.

Este año Juan cumplió los 65 y acordó con el patrón seguir un tiempo más. Es que averiguó cuánto cobraría de jubilación y teme que le toque la mínima, siete mil y algo. Gana casi el triple de eso.

Estiró las cavilacion­es hasta que, poco antes de las Fiestas, él y su mujer quedaron absortos frente al televisor contemplan­do la lluvia de piedras sobre los policías que custodiaba­n el Congreso donde se trataba una nueva reforma previsiona­l. Uno de los diputados que hablaba decía que era una nueva estafa a los jubilados. Otro contestaba que no era así, que dentro de algún tiempo iban a cobrar más.

“Viejo, ¿viste que cuando te jubiles te van a pagar el 82 por ciento móvil?”, le dijo su mujer mientras servía la cena. “¿Te parece, vieja?”, replicó Juan. “Bueno, es lo que escuché esta tarde en la radio, después de los líos de ayer”.

Él siguió masticando en silencio.

ESTE AÑO JUAN CUMPLIÓ LOS 65 Y ACORDÓ CON EL PATRÓN SEGUIR UN TIEMPO MÁS. ES QUE AVERIGUÓ CUÁNTO COBRARÍA Y TEME QUE LE TOQUE LA MÍNIMA.

* Escritor e historiado­r

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(ANTONIO CARRIZO) Jubilados. Postergado­s por la mayoría de los gobiernos.
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