Muerte y resurrección de Susanita
El progresismo debate las movilizaciones violentas. Cambiemos pone en pausa la reforma laboral. Más de un lustro ha transcurrido desde las masivas movilizaciones callejeras que frenaron la reforma constitucional impulsada por el kirchnerismo para incorporar la cláusula de reelección presidencial indefinida.
El poder de entonces despreciaba esas manifestaciones. Las relegaba a los suburbios del discurso público. No eran más que cacerolas. Susanitas de Quino sin unidad programática.
Tras el último diciembre violento, la intelectualidad progresista aparenta reconciliarse con aquella herejía de masas. No tanto por la honesta constatación de su impacto histórico, sino como razón instrumental para algún argumento de emergencia.
La politóloga María Esperanza Casullo ha escrito en estos días que suena paradójico que Cambiemos señale el “carácter antidemocrático de la democracia de la calle”, cuando en sus orígenes hubo movilizaciones sociales de protesta.
Señala tres: las manifestaciones del año 2001, la protesta del campo que Cristina bautizó como piquetes de la abundancia y los cacerolazos de 2012. (Cacerolazos. Todavía. Porque la amnistía teórica del progresismo acaso pueda negociarse. Jamás la inquisición con que destierra sus contratiempos al desván del diccionario).
Casullo le reconoce ahora condición democrática a las movilizaciones que el progresismo consideraba destituyentes entonces. Con una salvedad y una omisión. Lo hace para argumentar en favor del carácter supuestamente democrático de las movilizaciones de hoy. Para eso omite comparar las metodologías.
Más de un millón de personas protestaron pacíficamente en el Obelisco porteño en 2012. Un centenar de personas apedreó el Congreso en diciembre pasado. Casullo admite que una acción colectiva que se moviliza para restringir derechos no es democrática. Pero a esa defección la reconoce lejos. En el Ku Klux Klan. No en un grupo que intenta impedir una sesión del Congreso. Piedra libre para la politóloga que no vio al muchacho del mortero.
El historiador Ezequiel Adamovsky no juega tan al límite. Dice sin vueltas que la gran mayoría de los que no tiraron piedras acompañó pasivamente a quienes sí lo hacían. “La multitud estaba conectada: los tirapiedras, aunque minoría, fueron parte orgánica de ella. Guste o no guste, eso es lo que pasó”. Pero aclara que fue en respuesta a una política represiva del Estado.
Su argumento es una variante laica del que expresó días atrás con óleos jesuíticos el sacerdote Rafael Velazco. Es violencia que responde a la violencia. Créase o no, todavía hay lecturas políticas ancladas en las páginas sepia de los años ’70. Cristianismo y revolución.
No todo es naftalina. El sociólogo Pablo Semán escribió con lucidez que las piedras no sólo las tiran los infiltrados. “Hay una colección heterogénea que desempata la situación a favor del gobierno: los que han hecho del energumenismo una ideología, las agrupaciones territorializadas que giran locas en procesos de fragmentación y desamparo político y presupuestario, los ánimos de victoria táctica y propagandística condensados en la posibilidad de hacer suspender la sesión, y las agrupaciones trotskistas que están a la izquierda de la izquierda”.
Aporta una idea novedosa. Debe reconocerse y deslegitimarse la idea de catarsis que le gana espacio al imperativo indiscutible de toda acción militante: la responsabilidad para con los valores que se defienden. Eso es posmilitancia, dispara Semán.
Y aún más: “La idea de que ‘los pobres estallan’, expuesta por intelectuales antiintelectuales de las clases medias es de un clasismo paternalista y atroz. Casi no se necesitan ‘Susanitas’ si esas son las justificaciones”.
Mientras el progresismo incorpora –a desgano, como lecturas veraniegas– estas discusiones de su catecismo de cabecera, la revista Anfibia , la Casa Rosada decidió bajar un cambio con la reforma laboral.
La burocracia sindical y el peronismo de los gobernadores consiguieron juntos dilatar los tiempos y en pocas semanas más ese debate coincidirá con paritarias.
Saben que cuando se discute el sueldo, hasta la libertad de Balcedo puede ser una bandera en el mástil.
TRAS EL DICIEMBRE VIOLENTO, EL PROGRESISMO BUSCA RECONCILIARSE CON LO QUE ANTES ERA UNA HEREJÍA DE MASAS.