La Voz del Interior

Un modo de estar despiertos

Las canciones de un disco de María Elena Walsh son la clave para abrir el recuerdo de personas que ayudan a vivir con apenas un gesto o un simple acto de generosida­d.

- Eugenia Almeida Especial

Hay canciones que toman ciertas épocas de nuestra vida. Una o dos piezas que describen el tono en el que estamos. Quizá por eso cuando escuchamos alguna canción vieja, lo que nos conmueve no es tanto esa música y esa letra, sino lo que detona en nosotros, las cosas que pone a bailar en el recuerdo para agitarlas, para moverlas, acaso para resucitarl­as.

Las canciones llegan de un modo extraño, sin que uno las haya convocado. Aparecen como un murmullo, algo que se balbucea al empezar el día, al armar el mate, al asomarse a la ventana a ver el mundo. Aparecen en esos gestos diminutos que hacemos al descubrir que hay un día más.

Desde hace un tiempo, la palabra que podría describir mis días es “hospitalid­ad”. Y la que describe mis sentimient­os es “gratitud”. Alguna vez le oí decir a la escritora Gabriela Massuh que la gratitud es una forma de la felicidad. Y así es. Algo indefinibl­e que consiste en reconocer las pequeñas felicidade­s cuando están ocurriendo, la plena conciencia de ser afortunado­s.

Y, desde hace meses, la canción que me habita es El buen modo, de María Elena Walsh. Una canción que oí por primera vez en un viejo casete que aún tengo. En la tapa se ve a la cantante, de pie, frente a un micrófono, vestida de negro. La postura hace pensar en alguien que tiene algo que decir y la fuerza necesaria para hacerlo. La fecha: 1975. Lo compré en 1986, cuando tenía

14 años, en un local que había en la peatonal. Enormes bateas de discos y casetes desde las que me llamó la atención ese cuerpo de pie, listo para decirme cosas que yo necesitaba oír.

La primera canción de ese disco es Orquesta de señoritas (“Quien no fue mujer/ ni trabajador/ piensa que el de ayer/ fue un tiempo mejor “). Después están El buen modo, La clara fuente, Angelito mexicano, Vidalita porteña, Alba de olvido, Sin señal de adiós, No mires fotografía­s, Endecha española, Postal de guerra, Palomas de la ciudad, y la Balada del ventarrón.

Doce canciones perfectas que, para mí, se abrieron como un mundo que giraba en torno a El buen modo. Porque ahí, en esos

32 versos, se despliega un modo de estar despiertos, consciente­s y agradecido­s.

Quioscos, café, arroz

“Tengo tanto que agradecer/ al que me dio de beber/ cuando de sed me moría./ Agua en jarro, gusto a pozo,/ pero río caudaloso / me parecía”.

El quiosco que estaba hace años en la esquina de Deán Funes y Avellaneda. El rincón donde íbamos a desayunar, de pie, ante un mostrador en el que Sebastián servía café caliente en taza y una servilleta con dos criollitos.

El lugar al que volvíamos –las caras eran siempre las mismas– porque había ahí alguien que nos recibía. Y nos daba mucho más que un desayuno. Sebastián

(algunos lo llamaban por su otro nombre:

Ramiro), sabiendo un poco de cada uno de nosotros y haciendo siempre la pregunta justa, el silencio a medida, la palabra precisa. Hay gente que tiene ese don: acompañar a otros, sin grandes aspaviento­s, pero con una concreción del afecto que deslumbra.

“Estos ojos no olvidarán/ al que una vez me dio pan/ cuando el hambre me afligía./ Miga dura, pan casero,/ que trigal del mundo entero/ me parecía”. La señora que atendía el quiosco del colegio y que, sin preguntar, me daba dos facturas cuando yo pedía una y me hacía pasar para que tomara el café adentro, en una mesa, en una silla.

Laura, sus hermanas y su madre, que en una casa de Cofico hicieron más suave una época de errancia y desamparo, ofreciendo arroz y abrigo cuando no tenía casa.

Todos los anfitrione­s que a lo largo de muchos, muchos viajes, se ocuparon de ofrecer la comida que permitía el sueño. Los hombres y las mujeres en los negocios, que al ver una mochila enorme, una cara curtida por el sol y un andar lánguido, agregaban a la compra más fruta, más pan, más queso.

Conversaci­ones

“Hoy me acuerdo de aquel que ayer/ se supo compadecer/ cuando lágrimas vertía./ Era parco su consuelo,/ pero Dios con un pañuelo/ me parecía”. Todas esas piezas de pensión, departamen­tos de estudiante­s, bares, cafés, veredas, caminos, calles de tierra, cuartos, colectivos, rutas, montañas y campos habitados por un tiempo sin tiempo. El de la charla, el de la confidenci­a, el de la escucha.

Todas esas palabras y los silencios construido­s para decir “estoy acá, esto va a pasar, estoy acá”. Todos esos amigos. Una mano que se apoya en mi hombro cuando vamos camino a un entierro. Una voz que trae el teléfono cuando apenas hay fuerza para hablar. Alguien que hace comida, porque hay que comer, porque la vida sigue, porque hay que encontrar las fuerzas. Un par de manos que arman un cigarrillo con tabaco rubio, para construir el ritual de la conversaci­ón. El sonido de una cuchara que bate el café mientras la pava suena. El amanecer que llega y se apoya sobre la charla, sobre las voces que siguen susurrando como si aún fuera de noche. Los amigos.

“Nunca pude olvidarme yo/ del que una vez me albergó/ cuando techo no tenía./ Rancho pobre, catre chico,/ pero caserón de rico/ me parecía”. Leonardo, que me dio casa y comida cuando no tenía lo uno ni lo otro. Que ayudó a que no dejara la escuela. Que me prestaba su bicicleta negra para salir a dar vueltas por el parque Las Heras. Que me daba libros de Joyce y ponía discos de Gal Costa en una pequeña casa azul que sirvió de refugio en tiempos de tormenta. Esos meses viviendo en una pieza donde sólo cabía la cama y un pequeño walkman donde sonaba, una y otra vez, Artaud, de Pescado Rabioso.

Los nombres que me vienen a la boca son una suerte de sortilegio. Los repito como quien invoca ese lazo, esa trama de afectos que nos ha sostenido cuando no había otro sostén que la generosida­d de los pares. Cuando se aprendía, en la adolescenc­ia y aún hoy, que la familia verdadera se construye en el encuentro, que no tiene nada que ver con lo biológico, sino con reconocer a quién, en el camino, es feliz si estamos a salvo y se preocupa si estamos a la intemperie .

Encuentros

“Seas siempre bendito/ por tu buen modo,/ porque al darme poquito/ me diste todo./ Antes que la muerte/ me robe la ocasión/ para correspond­erte/ aquí te mando mi corazón”. ¿Cuánto nos unen a otros los gestos de generosida­d que han cambiado el curso que traían las cosas? ¿Cuánto hay ahí de gratitud, de ese modo de la felicidad –como dice Massuh–, de ese haber sido tocados, atravesado­s por la inusual experienci­a de la amistad? Los aliados. Los que están allí, siempre al alcance de la mano.

No creo en la frase que dicen quienes creen ser el origen de su fortuna. “Yo me hice solo”, dicen algunos. Yo no. Sé que hice lo que hice gracias al amor y a los amigos. A cada uno de ellos, a los que nombro y a los que no. A los desconocid­os que no miden sus gestos. A los que no han perdido la capacidad de conmoverse. A los que están dispuestos a escuchar sin juzgar. A los que admiten que no sabemos y se arriesgan a descubrir.

No somos sólo maravilla. También está el horror. Esto que escribo ahora viene de un fondo turbio. Es mi modo de combatir ciertas noticias que se vuelven insoportab­les. Las noticias del odio y el coro de voces que celebra ese odio.

A un gesto lo contrarres­ta otro gesto. A la desesperac­ión la contrarres­ta la esperanza. No una esperanza ingenua del que niega la realidad. Digo la esperanza trabajosa, delicada, infinitame­nte construida.

Al horror de algunos gestos, decir nuestra palabra. Poner ante los ojos que hay otros posibles. Otros caminos, otras formas, otros modos de estar en el mundo.

 ?? (ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI) ??
(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina