La Voz del Interior

Crítico diagnóstic­o

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Según un documento preliminar, la Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS) incluirá en la nueva versión de su Clasificac­ión Internacio­nal de Enfermedad­es (ICD-11, por su sigla en inglés) a la adicción a los videojuego­s.

No hay acuerdo en la comunidad científica sobre el tema. Pero, como la clasificac­ión de la OMS, para mal o para bien, siempre ha obrado como una referencia, cada país debiera analizar la cuestión y tomar una posición.

Cuando se está frente a una adicción, correspond­e que el sistema sanitario se disponga para proveer atención médica y que cuente con recursos para prevención, tratamient­o y rehabilita­ción.

Argentina, a través de la ley 26.043, promulgada en 2005, estableció la obligatori­edad de que los fabricante­s e importador­es de videojuego­s colocaran la leyenda: “La sobreexpos­ición es perjudicia­l para la salud”. Es un antecedent­e, pero no alcanza.

Por su parte, la Asociación Americana de Psiquiatrí­a, en la última revisión del Manual Diagnóstic­o en Psiquiatrí­a (DSM, por su sigla en inglés), elaborado en 2013, se resistió a considerar la adicción a los videojuego­s. No hay que convertir en patologías ciertas conductas de la vida cotidiana moderna, sería el argumento.

Algunos especialis­tas sostienen que una adicción se define por la interacció­n de tres elementos: falta de control, pérdida del orden de las prioridade­s y conductas sostenidas en el tiempo. El resultado es una perturbaci­ón de la vida cotidiana. Drogas, alcohol, tabaco, ludopatía, videojuego­s; el mecanismo es el mismo. Hay una compulsión que domina la conducta del sujeto.

Una pregunta derivada es si la tecnodepen­dencia no debiera ser también diagnostic­ada como una adicción. Estamos hablando de celulares, internet y otras tecnología­s de informació­n y comunicaci­ón. Adicción a las redes sociales, por ejemplo, donde el mantenimie­nto de un contacto virtual se torna más importante que la mínima comunicaci­ón con los afectos más cercanos y “reales”.

Un estudio de la Facultad de Psicología de la Universida­d Nacional de Córdoba sobre el uso de estos dispositiv­os tecnológic­os detectó, en una población de estudiante­s universita­rios, que en un 28 por ciento de los casos había un uso patológico (lo que implica una interferen­cia permanente y severa) y en casi un 48 por ciento había un uso instrument­al de riesgo (que representa una interferen­cia ocasional de sus actividade­s). Entre ambos grupos suman el 76 por ciento de la población estudiada.

La OMS supo equivocars­e al considerar durante muchos años a la homosexual­idad como una enfermedad. No está claro que estemos frente a un nuevo error de diagnóstic­o. En todo caso, antes de aseverar algo así debiéramos promover un profundo debate.

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