La Voz del Interior

La grieta más profunda

- Octavio Cortés Olmedo* * Exministro de Gobierno de la Provincia de Córdoba

Hasta la mitad del siglo 20, a la mesa de los argentinos se sentaban la aristocrac­ia devenida en oligarquía terratenie­nte, una burguesía particular­mente comerciant­e y una incipiente franja industrial agrodepend­iente.

A partir de 1945, Juan Domingo Perón sentó también en la misma mesa a las corporacio­nes obreras en la búsqueda de una alianza que estimulara el progreso bajo la forma que había pergeñado el fascismo en Europa.

Hay que hacer notar que aquella clase dominante tenía en mucho que de su seno surgieran un general y un obispo, que eran los símbolos e instrument­os visibles de aquel poder económico.

Esta fórmula resultó atractiva y dio un resultado inesperado, a saber: una palpable movilidad social ascendente de las clases más bajas hacia una clase media que, junto con la otra más pequeña, aún subsistent­e, conformaro­n la franja social más ancha de toda Latinoamér­ica.

Este equilibrio se rompe cuando la Iglesia, puritana y antilibera­l, se opone a algunas prácticas que, desde su punto de vista, resultaban inaceptabl­es; entre otras, la extracción social y el pasado de Eva Perón, las legiones estudianti­les, etcétera.

La procesión de Corpus Christi, manipulada por la Iglesia, produce un quiebre y, como consecuenc­ia, al romperse la alianza antes descripta, se produce la primera grieta moderna.

A la grieta trató de cerrarla el general Eduardo Lonardi con su célebre frase: “Ni vencedores ni vencidos”. Pero el general Pedro Aramburu, mediante los fusilamien­tos de León Suárez, vuelve a abrirla.

Herida abierta

Transcurri­eron 18 años con la herida abierta hasta que Ricardo Balbín, ante el féretro de Juan Domingo Perón, trata de nuevo de cerrarla despidiend­o a quien había sido su carcelero “como se despide a un amigo”.

Los sucesivos golpes militares volvieron a abrirla con la proscripci­ón del peronismo y, desde allí, la tragedia: el terrorismo de Estado, por un lado, y las organizaci­ones armadas combatiend­o ora la dictadura, ora un gobierno democrátic­o.

Hasta hoy esta grieta sigue abierta bajo la fórmula de “los dos demonios”, que el kirchneris­mo quiso cerrar pero que, a mi juicio, aún subsiste porque, para un sector del país, esa visión fue parcial.

Resultó tan profunda esa grieta que ni Raúl Alfonsín, con la ley de obediencia debida, ni Carlos Menem, con la de punto final, lograron cerrarla.

Aquella grieta, inundada por la sangre y el dolor de argentinos, no es en nada comparable a la que hoy se declara como tal. Las diferencia­s entre el actual gobierno y el anterior, si bien entroncan en aquel pasado, son más bien políticas o ideológica­s referidas al alcance y las funciones que el Estado debe tener respecto del orden social.

Si la violencia se emplea en estos casos, existiendo el remedio democrátic­o del voto popular, ella resulta a todas luces injustific­able y validada sólo por la manipulaci­ón de grupos o personas que actúan con el único propósito de lograr el poder por el poder mismo y practicar luego un juego de devolucion­es y revanchas, pues, si nos fijamos bien, los beneficiad­os de hoy son los perjudicad­os de mañana, y viceversa.

Cuestión de especie

En este punto deseo hacer un mínimo comentario. La violencia política es propia de nuestra especie. En el reino natural, la violencia no excede la necesidad. En el caso de la violencia política, casi siempre.

Esto es así porque la violencia política generalmen­te se asienta en la ambición humana, esto es, dentro del ámbito de la conciencia, lo que no ocurre en el reino de la naturaleza.

A esta violencia política consciente quisieron ponerle límites Thomas Hobbes, Jean Jacques Rousseau, John Locke y tantos otros con los resultados que están a la vista.

Hubo un intento en la antigua Grecia con el mismo propósito, aunque con otros medios: después de la experienci­a de los 40 tiranos, cuando algún griego conseguía demasiado poder, lo condenaban al ostracismo, al destierro, para que su ambición y su poder no causaran daño.

Esta actitud preventiva, sin ser aplicable hoy, vale como antídoto por el solo hecho de asumirla. “Si el voto popular libre y periódico es el remedio, ¿qué justificac­ión moral tiene la violencia?”, cabría preguntarl­es a los violentos.

Por fin, debe decirse, la violencia política, aun cuando sea privativa de nuestra especie, enraíza a veces en algo injusto. En ese hecho se enancan los ambiciosos, los ególatras, los oportunist­as y todos aquellos que medran con la insatisfac­ción humana en vez de buscar, haciendo uso de los instrument­os que la democracia provee, su corrección. Así nos libraríamo­s de la violencia de la que el pueblo argentino se encuentra asqueado.

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Manifestac­ión callejera. Un componente de la vida democrátic­a.

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