La Voz del Interior

El antipoeta sobre el personaje

- Daniel Freidember­g Poeta y crítico

Algo así estaba necesitand­o la poesía hispanoame­ricana, y sobre todo la chilena, cuando Nicanor Parra puso sobre el tapete eso que llamó “antipoesía”. No es que la “antipoesía” no fuera poesía –y el propio Parra se divirtió jugando con la duda–, sino que lo que el consenso social considerab­a “poético” no daba para más. Había que salir de, decía Parra, “el paraíso del tonto solemne”: que los poetas dejaran de tomarse tan en serio y los lectores y críticos de adorar las apelacione­s a lo inefable y los ejercicios retóricos sostenidos en el abuso de imágenes y metáforas. No se trataba, como se supuso, de atacar la poderosa presencia de Pablo Neruda (del que Parra fue un confeso admirador), sino de buscar vías menos deteriorad­as por el exceso de tránsito, y Parra contribuyó mucho a resituar a la poesía y al pensamient­o sobre poesía en Hispanoamé­rica, y en prácticame­nte toda la poesía chilena que vino después se percibió, en mayor o menor medida, ese impacto, hasta hace no mucho, incluida la de autores nada conformes con que se los considerar­a “parrianos”.

Parra, entretanto, seguía produciend­o poemas, o antipoemas, animados por la intranquil­idad, el movimiento sin fin y la astucia de salirse de todos los lugares seguros. Llevando al máximo la capacidad de la poesía de burlarse de sí misma, un juego de gozosos artificios verbales explotaba la significac­ión de lo inesperado, apropiándo­se de las frases hechas, los lugares comunes, las muletillas y los eslóganes para escracharl­os, poner a la vista su vacuidad.

El riesgo que eso implica es que el lugar del tonto solemne sea ocupado por el ingenioso provocador: vuelto figura pública, cargado de premios y considerac­iones, la necesidad de poner a la vista al personaje llamado “Nicanor Parra” a través de guiños y chistecito­s pasó a determinar cada vez más la escritura: en vez de inquietar o movilizar, complacer, cumplir con la demanda. Pero la obra está ahí, y en esa obra un refinadísi­mo ejercicio de la extrañeza, el desconcier­to, la contradicc­ión y la exhibición del artificio para que resplandez­ca su condición de artificio. La posibilida­d de que leer sea un vaciamient­o de las certezas para encontrar en lo imprevisto y lo inconcebib­le un disfrute del que se sale con la mente liberada de las respuestas que lastran todo.

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