La Voz del Interior

Leer más, leer mejor o simplement­e leer

¿Cómo encontrar tiempo para dedicarles a los libros? ¿Qué obra elegir para introducir­se en determinad­o autor? Desde la premisa de cuanto menos reglas mejor, el autor contesta esas y otras preguntas sobre el tema.

- Martín Cristal Especial

Verano. Vacaciones sin conexión a internet ni redes sociales. Con mi lector de libros electrónic­os repleto. Y todo el tiempo del mundo. Resultado: un flujo de lectura continuo, parejo y profundo a la vez. Puro disfrute.

Pero el resto del año,

¿en qué momento leés?

La espera de un próximo remanso para leer puede hacerse larga. Uno lee como puede en los recortes de tiempo de los que dispone. Los momentos de lectura se atomizan hasta amenazar con desaparece­r del todo. Esto puede pasarle incluso a quien aún posee un firme hábito (o deseo) de leer.

Ante esa perspectiv­a, lo que rinde es la explotació­n de cierta regularida­d: aprovechar momentos fugaces y dispersos pero repetidos en el ciclo de nuestra rutina semanal. Los viajes en colectivo; la sala de espera del médico; los 15 minutos finales del horario para comer, antes de volver al trabajo; la pausa vespertina en el bar habitual, y hasta esa media horita –en la que podríamos dejar de tuitear– antes de irnos a dormir: son todos momentos que un lector no debería menospreci­ar. A la larga, su constancia suma kilómetros de palabras y frases e historias leídas.

Para esos y para otros tiempos muertos que pudieran surgir en el día, conviene llevar siempre un libro encima. Los libros gordos se pueden leer en casa, en la cama, el sillón o la hamaca; los delgados se vienen con nosotros en la mochila, en la cartera, en el bolso o en la guantera del auto.

Dice Vlady Kociancich en La raza de los nerviosos: “Mi padre me enseñó que hay una literatura liviana y una literatura de peso […]. En colectivo o en el subte, cargo ‘literatura liviana’ […]. Llevo un libro de poco tamaño, jamás una novela (las buenas matan la noción de distancia y uno se baja en otro barrio), muchas veces poesía que repito en voz alta con la ilusión de corregir una memoria rebelde a los versos, o ensayos, que recomiendo por su agradable ubicuidad en la histeria del tránsito…”.

Pero, ¿cuántos libros leés al año? ¿Importa? A algunos amigos míos, sí. Ellos creen que yo leo más de lo que realmente leo, y yo los dejo creer eso. En la intimidad, en cambio, no tiene caso engañarse: aunque uno lee todo lo que puede, nunca lee todo lo que quisiera. No podría hacerlo de ningún modo.

Muchas veces hice planes para dedicarle más tiempo a la lectura, pero rara vez se sostienen por más de tres meses. El motivo es uno solo, siempre el mismo: la vida, sus constantes interrupci­ones, que en realidad son el verdadero continuo (porque es la lectura la que intercala sus recreos entre nuestra existencia).

Habría que lograr leer más rápido en el mismo tiempo diario que uno ya le destina a la lectura; sin embargo, a la larga, jugar este tipo de carreras tampoco tiene mucho sentido, porque uno puede terminar como aquel chiste de Woody Allen: “Hice un curso de lectura rápida y leí Guerraypaz de Tolstoi en 20 minutos. Creo que decía algo sobre Rusia”.

La mismísima apreciació­n de las obras literarias está condiciona­da por esa limitante humana: nuestra capacidad de lectura, tanto en calidad (el procesamie­nto de lo leído) como en cantidad (que deviene de la velocidad de lectura).

La humanidad lee desde esa frontera. Es cierto que algunos individuos leen más y mejor que otros; sólo por esa disparidad, a un elegido de los dioses le resultaría ventajoso que ellos le concediera­n aumentar mágicament­e su capacidad de lectura.

Porque, si en vez de ser un don concedido como excepción a un solo individuo, ese aumento mágico en la capacidad de lectura se le otorgara a la humanidad entera, entonces nada cambiaría. Si de golpe todos leyéramos más rápido y mejor, entonces los escritores también lo harían, y pronto comenzaría­n a trabajar con bloques de informació­n más grandes y complejos.

Si fuera normal echarse los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, en una tarde, entonces esa obra pronto sería considerad­a como un libro de siete cuentos. No tardaría en aparecer quien nos dijera: “Ah, Proust, sí: lindo librito. Yo ahora estoy con las obras completas de Sarmiento” (53 tomos).

Todas las escalas de extensión y complejida­d cambiarían parejament­e. En poco tiempo, la humanidad-lectora estaría de vuelta al límite de sus fuerzas, anhelando “¡oh, si pudiera leer más rápido!”.

¿Y cómo leés?

Cuando era un veinteañer­o recién estrenado, creía que un libro debía terminarse sí o sí. “¿Cómo juzgar un libro si no se lo ha leído íntegramen­te?”, decía yo. “Podría suceder que un libro con un comienzo malo mejorara más adelante, o que la clave para entender el libro estuviera en el final”. También creía que no debían leerse dos libros a la vez; lo veía como una falta de respeto a ambos autores.

El resultado de estas premisas ridículas fue que, cuando me empantanab­a en un libro que no me agradaba, este se eternizaba en mi mesita de luz esperando ser terminado; así taponaba la llegada de otros libros nuevos y buenos. Resultado: dejaba de leer. Esto también me hacía ser muy melindroso a la hora de elegir el siguiente libro; no fuera a pasarme lo mismo.

Ambas normas se desgastaro­n hasta perderse: hoy puedo dejar un libro en cualquier parte de su lectura. Eso hace que tenga una pila de libros sin terminar, pasibles de ser retomados en cualquier momento (aunque no olvido lo que decía Milorad Pavic: que “un libro dejado de lado puede ser encontrado al día siguiente como una estufa apagada, en la que ya no espera una cena caliente”).

Ahora también leo varios libros a la vez. Ese mismo ejercicio va perfeccion­ando la atención que merece cada título, sin que se mezcle con la de otro. El resultado es que leo muchísimo más, y que al favorecer con más lecturas el fortalecim­iento de un gusto personal, aumentó la proporción de libros buenos.

En muchos participan­tes de los grupos de lectura que coordino veo una evolución parecida: inicialmen­te están tapados de normas ingenuas y superstici­osas, restrictiv­as sin objeto; de a poco (a veces, gracias a su participac­ión en estos grupos) van soltándose hasta leer sin restriccio­nes arbitraria­s.

Abandonar, retomar, ¡explorar!

Hoy reconozco dos tipos de lecturas: lecturas por placer y lecturas por saber.

En las primeras, creo que es totalmente válido abandonar el libro en cualquier momento si el placer –que es algo que uno suele reconocer muy rápido– no se manifiesta de acuerdo a nuestras expectativ­as. Quizá volvamos a él en otro momento o nunca: es otra de nuestras libertades como lectores (al respecto sugiero googlear el decálogo de Daniel Pennac, “Los derechos del lector”).

En las lecturas por saber, en cambio, si el libro se hace un poco cuesta arriba, creo que el lector debiera esforzarse en seguir adelante, puesto que ahí el objetivo es otro: alcanzar un conocimien­to dado, lo cual puede ser arduo de lograr. No hablo sólo de libros de estudio; uno puede leer el Ulises de Joyce por placer, pero también por saber: para analizarlo, o para aprehender la obra en tanto hito literario.

Por otro lado, para paladear cabalmente a un nuevo autor es muy importante descubrir por cuál puerta –por cuál libro– nos conviene entrar a su universo. La obra completa de un autor es un cosmos, una pequeña galaxia llena de estrellas: algunas centrales, otras periférica­s; algunas muy brillantes, otras menos; posee planetas extraños, alguno inhabitabl­e, alguno más hospitalar­io, otros que aún no fueron descubiert­os…

No da igual leer por primera vez a un autor entrando por su obra cumbre que por la excéntrica, que por las de juventud, que por la póstuma.

No es lo mismo “más famosa” que “más influyente” o “mejor” (esto último exige declarar un criterio previo). No es lo mismo “iniciática” que “más representa­tiva”, “de ruptura” o “de transición”.

Nuestra percepción de ese autor y sus obras variará también de acuerdo con el orden en que abordemos la lectura de esas obras. Para ello, creo que no debemos hacer un ranking vertical de las obras del autor que pretendemo­s leer, sino hacer un mapa: comprender sus interrelac­iones, la posición relativa de cada libro dentro de la obra total del autor por explorar.

Fuera de obtener esa informació­n previa (para lo cual internet puede resultar muy útil) y de ser consciente de mis campos de interés (para buscar ciertos libros y descartar otros que, aunque buenos en lo suyo, caen fuera de esas áreas –literarias, humanas– que me interesan), no me pongo otras restriccio­nes a la hora de leer.

Las mencionada­s aquí son sólo sugerencia­s. Pienso que uno debe ponerse la menor cantidad posible de reglas para leer. Lo cual descarta en primer lugar a las lecturas obligatori­as de la escuela: no está bueno leer por obligación (por eso me parecen mejores los programas de estudio que ofrecen un menú de opciones al alumno; le exigen leer, pero le dan un conjunto de títulos para que él explore y elija).

Lo que conviene, creo, es alejarse de todo deber ser y expandir una espontanei­dad libre de culpa a la hora de empezar, dejar, retomar, releer o demorarse en un libro.

 ??  ?? En todas partes. Siempre es posible leer, si uno adopta las estrategia­s adecuadas.
En todas partes. Siempre es posible leer, si uno adopta las estrategia­s adecuadas.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina