La Voz del Interior

Ricardo Serravalle, el ladrón culto que negoció en el motín

Había sido condenado en los ’90 por asaltar un blindado y en 2005 fue uno de los voceros de la revuelta de la Penitencia­ría. Se decía retirado, dedicado a la apicultura y a continuar estudiando y leyendo.

- Claudio Gleser cgleser@lavozdelin­terior.com.ar

“Cuidate, pelado, que andes bien”, dijo aquella tarde.

“No, cuidate vos…Dejá de andar en las malas de una vez y empezá a hacer las cosas bien. Ya estás grande para volver a caer en cana”, fue la respuesta del periodista.

Corría mayo de 2014 y Ricardo Juan Serravalle no dejaba de sonreír, mientras abría sus ojos y dejaba ver su diente plateado en la playa de estacionam­iento frente al shopping Patio Olmos, en Córdoba.

“En serio pelado, ya no echo moco. Estoy libre y no voy a volver a caer”, le insistió al cronista a quien encontró de casualidad. “Ahora ando en las buenas, laburo con la miel. Fabrico y vendo miel. Me cagan de gusto la apicultura y las abejas”, dijo, tras estacionar el coche y alejarse con unos amigos por el bulevar San Juan.

Era el mismo Serravalle de siempre, pero más canoso y bastante más flaco.

Era el mismo caco que a fines de los ’90 había apretado una “pipa” (como les gusta llamar a los viejos delincuent­es a las pistolas 9 milímetros) cuando cometió aquel salvaje asalto a un blindado para huir a los tiros.

Era el mismo Serravalle que había sido condenado por ese golpe y que, desde la vieja y hedionda Penitencia­ría del barrio San Martín, estudiaba historia, leía filosofía, devoraba a Marx y a Mao Tse Tung, peleaba por tener una computador­a en su celda y renegaba con los jefes penitencia­rios porque le pagaban poco por su trabajo en el pabellón de industria.

Era el mismo Serravalle que prometía que, cuando saliera a la calle, iba a dejar el plomo y las balas y se iba a dedicar a la pluma. A escribir y estudiar.

Ricardo Serravalle siempre sobresalió del resto en el Penal. Era un delincuent­e que leía, estudiaba, estaba lejos de la droga y pugnaba porque se cumpliera la ley 24.660 de tratamient­o penitencia­rio. Su conducta no era buena. Y sí: siempre discutía con los jefes de la prisión. No se callaba y terminaba sancionado.

“Sí. Me tienen como un rebelde, pero no me importa, pelado. Yo peleo para que cambie el sistema. Para que se respete a los presos”, insistía siempre, ya sea en una visita en el pabellón para una entrevista o en una charla por teléfono. “Yo quiero dejar la 9 milímetros por una lapicera. Yo quiero salir de esta tumba y cambiar y hacer algo con mi vida, algo distinto. Ser otro…”, insistía.

Contra los zombis Serravalle siempre se quejaba de la droga y de los adictos. “Ahí están en la cárcel, drogados, son unos zombis, unos mutantes. Están en otra. ¿Sabés qué? Al sistema capitalist­a le conviene tener presos drogados…Son presos que no hacen quilombo. Están dopados y están en otra”, decía siempre y sus compañeros lo miraban en silencio.

Serravalle se sabía “pluma” (jefe) de pabellón, pero renegaba de aceptarlo. Tampoco le gustaba hablar de sus golpes, de sus robos, de la vez que cayó en cana.

Infierno en la cárcel

El motín de la Penitencia­ría, aquel febrero de 2005, lo encontró en los pabellones de adelante, donde están los presos de buena conducta. Fue él quien llamó por teléfono al por entonces fiscal General Gustavo Vidal Lascano para decirle que el motín había estallado y que se venía “algo lungo”.

Serravalle fue y, a la vez, no fue vocero del motín. Hacia afuera, ante la prensa y las cámaras, fue quien hablaba y contaba cómo estaban las cosas. Pero no mucho más.

Pero adentro, no podía ser vocero de nadie, mucho menos en aquel infierno de presidio. De hecho, jamás se atrevió a ir a los demás pabellones a dialogar con otros “plumas” porque temía que lo mataran por bravucón, otros más bravos que él.

En 2007, la Justicia volvió a condenarlo. Fue uno de los casi 60 presos sentenciad­os por el amotinamie­nto y recibió cinco años y medio más de cárcel por haber “tomado rehenes”.

Para los jueces, el hecho de haber tenido a guardias en su pabellón 1 fue privación ilegítima de la libertad. “¡Yo jamás tuve rehenes! Yo los cuidaba para que los demás no los mataran o los violaran. Yo los protegí”, decía siempre Serravalle.

Se decía retirado

“El Gringo” o “el Ricardo”, como lo llamaban todos, siempre decía que no se drogaba ni bebía. Hacía gimnasia. Se había puesto de novio con una profesora de historia en el mismo penal. Luego cortaron.

Serravalle amaba a su madre Vilma, quien vivía en Alta Córdoba. Su muerte lo mató en vida.

Serravalle odiaba a la Policía y a los penitencia­rios. Decía ser un pibe de clase media al que una vez le gustó la fácil y cometió un error. Juraba dejar algún día la 9 milímetros por la lapicera.

“Dejé los fierros. Ahora me dedico a la miel y a las abejas”, dijo sonriente aquella tarde de 2014.

Cosas del destino. Con su casi 1,80 metro se fue caminando ese día, con otros amigos, hacia la misma zona de Nueva Córdoba donde finalmente terminaría ultimado una madrugada de febrero, en el retorno al plomo.

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(LA VOZ) Condenado por el motín. Serravalle fue uno de los 60 presos sentenciad­os por la revuelta carcelaria.
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