La Voz del Interior

Modos de amar

La muerte de Ursula K. Le Guin lleva a la autora de esta crónica a leer a una escritora recomendad­a por ella. Así aparece la figura enigmática de Jan Morris, quien en su libro “El enigma” cuenta el proceso por el cual dejó de ser hombre para convertirs­e e

- Eugenia Almeida Especial

Es 24 de enero. Leo las noticias. Ha muerto Ursula K. Le Guin. Hay un momento de zozobra, de súbito reconocimi­ento y desconocim­iento del mundo, ese vahído que suele traer la muerte de alguien que nos ha acompañado aun sin conocernos personalme­nte.

Le Guin escribió narrativa, ensayos y poesía. Era hija de un antropólog­o y de una escritora. Tenía 11 años cuando mandó su primer cuento a un concurso. Tradujo obras del chino y del español.

Creó mundos, territorio­s fantástico­s donde los aprendices de magos debían enfrentar su sombra, su lado oscuro, su otra cara. Lo hizo mucho antes de que asociáramo­s “aprendiz de mago” con Harry Potter. Lo hizo sin concesione­s, escribiend­o un fantástico que hablaba todo el tiempo de la realidad, nuestra realidad.

En 1969 publicó La mano izquierda de la oscuridad. El protagonis­ta, un embajador humano en una Liga Planetaria, es negro. En el planeta Guden, encontrará habitantes hermafrodi­tas que “toman” el género femenino o masculino indistinta­mente. Hay que volver a decirlo: 1969.

Detalles –o nodos– que permiten comprender cómo la escritora, a través de la fantasía, ponía en tensión problemáti­cas sociales que aún hoy nos ocupan. Le Guin era considerad­a la maestra de la ciencia ficción y del fantástico.

En una entrevista, ante la pregunta sobre el lector esperado, Le Guin respondió: “El público de la fantasía es en realidad cualquiera de cualquier edad a partir de los 10 años, excepto los tristes puritanos que no leen fantasía.”

Ecologista, pacifista, comprometi­da con las causas sociales, su escritura abría los ojos desde la extrañeza, sin adoctrinar. Alguna vez dijo: “Si una feminista es alguien que piensa que el género es en gran medida una construcci­ón social y que nada justifica el dominio social de un género sobre otro, entonces soy feminista”.

El lazo de Ursula K. Le Guin con Argentina era fuerte. El afecto con Angélica Gorodische­r; el libro compartido con la poeta Diana Bellessi, The Twins, the Dream: Gemelas del sueño, en el que cada una de ellas traducía poemas de la otra; la admiración por Liliana Bodoc, de quien dijo que su escritura traía “por primera vez, un punto de vista realmente sudamerica­no a la fantasía puramente imaginada, a diferencia de la fantasía borgeana y la semifantas­ía de los realistas mágicos”.

En 2011, alguien querido me acercó la Saga de Terramar. Sabía que ahí había algo que podía acompañarm­e mientras atravesaba un momento escarpado, difícil, árido. Y esa fue mi compañía. ¿Cómo agradecer ese regalo? Esos libros que se volvieron sostén en la tormenta. Libros escritos de noche, sobre la mesa de la cocina, mientras los hijos de la autora dormían.

La noticia de su muerte me impacta pero no me sorprende. Le Guin tenía 88 años. Pienso enseguida en Liliana Bodoc. Para mí son dos nombres que vienen juntos. Por lo que cada una de ellas significa para la otra. Por lo que como escritoras significan para mí.

Pienso en Bodoc porque la quiero, porque me resulta una persona entrañable, porque cada vez que me encuentro con ella o la escucho hablar en público, me voy pensando en la enorme fortuna de haberla leído, de ser su contemporá­nea, de haber podido compartir charlas y encuentros. Como una niña que se cruza azarosamen­te con su heroína. Así me siento cada vez.

Pienso en mandarle unas palabras por WhatsApp. Me acerco al teléfono, abro la libreta de contactos. Me quedo mirando un segundo la foto de perfil. Ella, sentada en una silla, con dos niños en la falda, una pared de madera al fondo, unas máscaras sobre la pared, una ventana, un termo negro sobre la mesa, una planta. Esa cotidianid­ad tan íntima. Pienso que escribirle quizá sería irrumpir en esa intimidad. Dejo el gesto para hacerlo unos días después.

Esos días pasan. Es 6 de febrero. Llega, en la radio, en la voz de un colega, la noticia terrible. La muerte de Liliana Bodoc. Una muerte que arrasa, sorprende, rasga el mundo en su belleza y nos deja en desamparo. No sólo por lo que Bodoc era como escritora. También por su modo, su signo, su forma de estar en el mundo. Su presencia deslumbran­te. Pero no puedo hablar todavía de lo que implica esta muerte. Duele demasiado. Una orfandad nos ha cubierto. Puede que no todos lo vean, pero sucede.

Los compañeros

Cuando llegue el momento de hablar de lo que significan la presencia y la ausencia de Bodoc, llegarán las palabras. Pero aún no es tiempo. Vuelvo entonces a ese 24 de enero en el que supe que había muerto Ursula K. Le Guin.

Leo entrevista­s, tomo notas de los autores que ella menciona y yo no conozco. Uno de esos nombres me llama la atención. Le Guin habla de una escritora galesa y hace mención a una transforma­ción. Copio y pego el nombre sobre el buscador.

Jan Morris.

El primer párrafo de la primera página sugerida dice: “Escritora, periodista y viajera británica de amplio reconocimi­ento internacio­nal. Además de una pródiga carrera en la literatura, fue militar y correspons­al de guerra, y sus innumerabl­es viajes, que trasladó a sus libros, la llevaron a coronar la cima del Everest”.

Es en el segundo párrafo donde se alude a la transforma­ción mencionada en la entrevista: “Jan Morris nació varón”. Un varón que a los 4 años descubrió que “había nacido en el cuerpo equivocado, que en realidad debía ser una niña”.

Me asomo a la historia. Como varón, Morris ingresó en una academia militar inglesa y se convirtió en oficial de Inteligenc­ia durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras estudiaba en Oxford, se casó con Elizabeth Tuckniss. Se habían conocido después de terminada la guerra, cuando alquilaron habitacion­es contiguas en una casa de Londres. Él nunca le ocultó la tensión que sentía por el abismo que había entre su cuerpo y su identidad. Ella entendió. Se casaron y tuvieron cinco hijos.

Como periodista, Morris cubrió hechos importantí­simos como la escalada del Everest en 1953 y el juicio a Adolf Eichmann. En cierto momento decidió dedicarse exclusivam­ente a escribir libros. También decidió llevar a cabo los pasos necesarios para disolver la tensión que lo consumía. El relato de esa transforma­ción se convirtió en un libro: El enigma.

Lo primero fue un tratamient­o hormonal. Y ahí aparece lo que me deslumbra de la historia de Morris. Su esposa Elizabeth decide apoyarlo, acompañarl­o, estar ahí a medida que él avanza en ese camino. Unos años después llega una operación quirúrgica. 1972, Casablanca. Morris se decide por Marruecos porque los médicos ingleses plantean como condición indispensa­ble que, primero, se separe de su esposa.

Terminada la operación, Jan vuelve a su país y, junto a Elizabeth, descubre que están obligadas a divorciars­e porque la ley no permite el matrimonio entre personas del mismo género. Acatan la ley: se divorcian. Pero siguen viviendo juntas. Casi 60 años después, cuando la nueva legislació­n les reconoce el derecho a la unión civil pese a ser dos mujeres, Jan y Elizabeth vuelven a casarse en 2008.

Morris ha dicho que, cuando mueran, les gustaría ser enterradas cerca de la casa con un epitafio que diga: “Aquí hay dos amigas, al final de una vida juntas”.

Modos de amar. La fortuna de encontrar maestros que nos iluminen, que nos descubran un mundo, que desafíen nuestra mirada.

Modos de amar. La fortuna de encontrar alguien que ame en nosotros aquello que escapa a toda definición. Alguien que pueda asumir, aceptar y acompañar cambios tan nodales como el que hizo Morris. Alguien que pueda apoyarse en un amor más allá de las definicion­es que nos imponemos.

¿Cómo es el amor cuando decide sacudirse las categorías del mundo?

Un amor siempre cambiante quizá sea lo único que pueda honrar lo que somos: seres cuya única invariable es la variación.

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Jan Morris. Cambió de sexo a principios de los años ’70. Tuvo el apoyo de su esposa.

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