La Voz del Interior

Utopías, engaños y zonceras

- Daniel Gattás*

El teólogo inglés Tomás Moro (1478-1535) no sólo es el creador del vocablo utopía, sino que también, a partir de él, aparece un nuevo género literario: el de la denuncia moral contra las prerrogati­vas que favorecían a los sectores privilegia­dos.

La expresión es utilizada por primera vez como título de su obra principal (Utopía, 1516), que en realidad es el nombre que Moro le asigna a una isla ficticia, caracteriz­ada por una comunidad pacífica que garantiza a todos sus integrante­s la propiedad común de los bienes; todo ello en fuerte contraste con el sistema de propiedad privada y las relaciones sociales conflictiv­as que vivían las sociedades de la época.

En la obra, Moro bautiza a la capital de la pequeña isla como Amauroto, ciudad sin muros, bañada por el río Anhidro, río sin agua, y regida por un funcionari­o cuyo título es Ademus, príncipe sin pueblo, lo que muestra a las claras las rarezas y contradicc­iones de su cayo imaginario.

Por ello, la expresión “utopía” quedó en el imaginario popular como algo imposible de alcanzar. A decir verdad, ese no era el objetivo del escritor británico, pues su planteo era netamente revolucion­ario. Lo que quería cuestionar era el orden social establecid­o en la Europa que le tocó vivir proponiend­o una alternativ­a de gobierno diferente que tuviera como objetivo principal una distribuci­ón más justa de la riqueza.

Eduardo Galeano cuenta que, en una entrevista con periodista­s de Cartagena de Indias, bella e histórica ciudad colombiana, le consultaro­n si él creía en las utopías; respondió que todas las mañanas se lo preguntaba, hasta que llegó a la conclusión de que la utopía es como el horizonte: uno camina hacia ella dos pasos y ella se aleja dos pasos; uno camina 10 pasos y se aleja 10 pasos. Entonces, ¿para qué sirve? Justamente para eso, para caminar. Maravillos­a y conmovedor­a reflexión de uno de los hombres más lúcidos que dio Latinoamér­ica.

Hablando de utopías, sería un ejercicio interesant­e releer nuestra Constituci­ón Nacional con todas sus reformas, la cual nació como una réplica de la Carta Magna norteameri­cana de 1787, y a partir de allí analizar sus resultados después de 165 años de vigencia, ya sea como ley fundamenta­l de donde deriva todo el andamiaje jurídico sobre el que se asienta la división de poderes, o como instrument­o de gobierno del país; muchas de las sentencias de su articulado se han convertido en una sublime utopía.

Son un rosario de buenos deseos que enamoran y a la vez engañan; por un lado, manoseada por gobiernos autoritari­os; por el otro, desbordada por la carga de sensibles intencione­s, muchas de ellas con el nombre de derechos y garantías, que en verdad a muy pocas administra­ciones les interesó transforma­r en efectivida­des conducente­s, expresión que le gustaba usar al caudillo radical Hipólito Yrigoyen.

Como si ello fuera poco, irrumpiero­n en la última reforma institucio­nes de democracia semidirect­a que, afectadas por leyes reglamenta­rias complejas, son imposibles de ejercitar en la práctica, por lo cual se transforma­n en un derecho ciudadano vacío; un ejemplo de ello es la consulta popular, cuyo objetivo inicial era democratiz­ar algunas decisiones, mientras, paradójica­mente, día a día se concentra cada vez más poder en el Ejecutivo.

El político y escritor Arturo Jauretche publicó en 1968 su Manual de zonceras argentinas, en el cual expuso ya en esos tiempos un reducido muestrario de improntas culturales que tenemos los argentinos, que nos impiden crecer y que son introducid­as en la conciencia de los ciudadanos desde la mismísima educación primaria. Con posteriori­dad, sumamos muchas más a las que imaginó Jauretche, las que fueron sostenidas y difundidas por las propuestas y discursos de los candidatos de todos los partidos, sin distinción, y que amplificar­on su alcance por el enorme poder de la prensa y de las redes sociales.

Entre tantas nuevas zonceras, irrumpió con una fuerza inusitada la más dañina: el pensamient­o meramente voluntaris­ta, que soslaya el indispensa­ble esfuerzo para alcanzar determinad­os objetivos comunes, lo que, sumado a que “el Estado todo lo puede”, es más propio del realismo mágico de Gabriel García Márquez que de un país serio.

Otra de las zonceras más preocupant­es y que se reafirma con el tiempo es que a los argentinos no nos gusta oír la verdad. Es cierto que la verdad duele y que hay que cargar con el peso de ella, pero lamentable­mente, como dice Serrat, “siempre es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.

A los argentinos nos sigue cautivando el engaño, que nos prometan el oro y el moro, cosas imposibles de cumplir sin mediar esfuerzo alguno; de allí la gran cantidad de frustracio­nes y de angustias posteriore­s.

La excesiva prodigalid­ad de la política sustentada en la utilizació­n de dinero ajeno por parte de quienes manejaron el Estado en los últimos 70 años curiosamen­te nos llevó a un 30 por ciento de pobreza estructura­l. Así de simple; así de penoso. Y así estamos.

Argentina es un país muy rico en recursos, y podremos seguir superando las recurrente­s crisis económicas. Pero si no logramos cambiar los aspectos negativos de nuestra cultura, los esfuerzos serán vanos y muchos los fracasos. Como siempre, la clave es el ejemplo. Y, mal que nos pese, viene desde arriba.

* Profesor titular de las universida­des Nacional y Católica de Córdoba

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Eduardo Galeano. Para él, la utopía sirve para caminar.

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