Balas, muertes y el abismo, siempre
Es el fuego acorazado de las balas en torbellino y la muerte atravesando la madrugada de uno de los corazones urbanos más vivos e insomnes de la ciudad de Córdoba.
Es la agonía en brazos de la desesperación de su compañero y el sobrecogedor final de un joven policía venido de lo profundo del interior cordobés, tal vez con el uniforme puesto sobre su ilusión, como una vocación familiar o sencillamente como un destino posible, del modo en que se alimentan con más abundancia nuestras fuerzas de seguridad.
Morir es el riesgo implícito de una paga que permite vivir apenas discretamente, y acaso por eso mismo es que se agiganta el pecado social de arremeter contra un símbolo del orden mínimo.
Es la huella de una versión algo más sofisticada del delito que expone su propia y devastadora dureza con dos cadáveres en la calle y fugitivos que se llevaron el gran botín.
Es todo eso y mucho más lo que hizo gigante la conmoción que sacudió a los cordobeses antes del amanecer del viernes y durante las horas que aún fluyen. Estremecimiento, miedo, dolor, impotencia, confusión y, con la sensibilidad expuesta, volver a poner sobre la mesa la vieja discusión lacerada.
Y entre los cadáveres de la calle aparece, además, el atormentado recuerdo del motín en la excárcel de barrio San Martín, en 2005. Uno de los asaltantes muertos, Ricardo Juan Serravalle, estuvo entre los presos que negoció el final de la sangrienta zozobra. Entonces, a la vieja discusión vuelve a sumarse el cometido de las cárceles.
En aquellos días, decíamos que una de las secuelas del motín había sido la profundización del abismo que separa a la cárcel del resto de la sociedad, la mayor de las grietas. Y que, aun en la bronca y en el dolor, había que sostener en pie los frágiles puentes que unen estos mundos separados.
Serravalle, definido en estos momentos como “ladrón culto”, entonces transitaba por uno de esos pequeños puentes posibles, el Programa Universitario en la Cárcel (PUC), de la Universidad Nacional de Córdoba.
En medio del estupor y el revoltijo de las sensaciones de estas horas que generan miradas impresionadas y espasmódicas, es posible que, además de cuestionarse el sentido, se acorrale incluso la fe en estos esfuerzos.
Pero mientras la discusión crece y llega a las orillas de los conceptos absolutos, no hay que perder de vista la fecundidad de empeños como estos ni el valor de sostener puentes tendidos, incluso como intento de preservación común.
La otra alternativa es resignarse a la guerra abierta de la comunidad consigo misma, porque la delincuencia y la marginalidad no son otra cosa que frutos de los retorcimientos de la sociedad.