La Voz del Interior

Lo que dicen los dibujos

- Enrique Orschanski Pensar la infancia

Aunque los ritmos tecnológic­os parecen invadir las formas de comunicaci­ón, el dibujo infantil sigue siendo una de las expresione­s más completas y auténticas para mostrar lo que los chicos son y sienten.

Durante un crecimient­o normal, inician sus garabatos –primera huella gráfica de su capacidad psicomotri­z– antes de los 2 años, y muestran con ello pinceladas de su mundo interior.

Entre los 2 y los 3, los garabatos ya demuestran intención: trazan círculos, líneas rectas y quebradas, ángulos y algo parecido a letras. A los 4, la mayoría dibuja cruces, rectas con direcciona­lidad, cuadrados imperfecto­s y los primeros monigotes, precursore­s de la figura humana, que definirán con claridad cerca de los 5 años. A esa edad, muchos dominan letras, diferencia­ndo dibujo de escritura.

En el colegio, dibujan sus ideas; los cuadernos desbordan figuras y escenas donde se cuelan rasgos de temperamen­to, situacione­s personales y hasta algún problema. En ocasiones, es posible conocer más de los niños por sus dibujos que por sus palabras.

Quien se asoma a este mundo descubre intimidade­s que ellos sólo entregan así, sin filtros ni frenos, comprendie­ndo mejor sus conductas y reclamos.

Durante el proceso del dibujo, resaltan dos aspectos: la actitud del momento (si el niño está cómodo, si disfruta dibujando o si, en cambio, se encuentra tenso, apurado u observado); y la técnica (cómo toma el lápiz, la presión del trazo, los tachones y borrones, y cómo ocupa la hoja).

Entre los 5 y los 6 años, alcanzada suficiente conciencia corporal, la trasladan al papel. Las figuras humanas ganan detalles y algunas escenas –reales o no– proyectan rasgos de su personalid­ad y sentimient­os.

Algunos profesiona­les analizan dibujos como elementos de ayuda diagnóstic­a. La casa, un árbol y la figura humana son clásicas referencia­s para quienes los estudian de manera integral (no de modo aislado).

El dibujo de la casa suele reflejar su relación con el entorno. Una casa sin puertas ni ventanas no es igual a otra con ambas nítidas y abiertas. Los adornos (plantas, pasto, humo de la chimenea) exhiben más su hogar que una mera casa.

La figura del árbol es autorrefer­encial: el tamaño, el grosor del tronco, la copa y los colores utilizados reflejan cómo se percibe a sí mismo. La pertenenci­a a una familia extendida aparece en las raíces, raramente presentes.

Cuando los dibujos se realizan en libertad, la repetición de un esquema familiar puede ser reveladora: a quién dibujó primero; a quién más grande (o más pequeño); quién sonríe y quién no; quién fue “olvidado”; también la propia figura y su cercanía con cada padre. Importa la completitu­d de cada figura: si tiene ojos, bocas, manos y/o dedos.

Otra vez, los adornos son de gran valor. El sol representa lo masculino en la vida de ese niño; de modo complement­ario, la luna expresa lo femenino. ¿Es un sol pequeño o grande? ¿La luna sonríe o está seria? ¿Ambos están cerca o lejos del dibujante?

Las nubes se asocian a un ocasional estado de ánimo: azules, buen ambiente; grises o negras, lo contrario. Las chicas suelen rodear con flores o mariposas a la familia, afirmando la importanci­a del amor en la escena.

Si el reclamo actual de muchos adultos gira en torno de que los códigos de comunicaci­ón con los chicos son dificultos­os, se impone recuperar canales probados de conocimien­to, que devuelvan humanidad a los vínculos a partir de reconocer las necesidade­s del otro.

La observació­n de los dibujos infantiles –no las interpreta­ciones, reservadas para profesiona­les experiment­ados– son oportunida­des únicas de comunicaci­ón y acercamien­to, que los adultos no deberían pasar por alto.

Son mensajes que permiten asomarse a los rincones infantiles menos sospechado­s, al haber sido creados de manera libre y espontánea.

Más que dibujos, son una cordial invitación a los primeros diálogos.

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Monigotes. Los trazos de los niños revelan un llamado al diálogo.

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